lunes, 28 de marzo de 2011

Un pueblo perdido (novela) [3]

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III. Lucides y Anastasio I

Sentados alrededor de una fogata, con el río Menelio a un lado y la sabana por el otro, conversan animadamente 12 guerreros: Los escoltas de la princesa nieve. Platican entusiastas mientras la luna se esconde por momentos, juguetona, tras unas nubes oscuras. Es una noche de viento ausente, sombras múltiples, frío y aullidos de lobos. Así es el invierno en esta parte del continente. Los mercenarios, provenientes de Desparta, solo visten pequeñas mantas oscuras. No les atemoriza la lluvia. Aquí nunca llueve, de esas cosas solo saben los del norte. La conversación sigue.

–Y así fue como vencí al gigante que vivía en la cueva cercana a la ciudad de Cartenas.
–Interesante historia Kasios, ¡Ahora cuenta alguna que sea verdadera! –Comenta riéndose Pedrus, quien a sus 39 años todavía conserva mucha energía y vitalidad. La cara de Kasios es indiscutiblemente la de un hombre molesto, pero todos ríen al verla. Todos, menos María.
–¿Qué le ocurre, hermosura? –Le dice Hirión a María –¿Acaso en esta noche tan maravillosa se ha deprimido? No debe preocuparse, ¡No dejaré que muera!
–No seas payaso Hirión, ¿De verdad crees que ella se interesaría en alguien tan despreciable como tú? Por favor, me das lástima. –Comenta con desprecio la hermosa y joven Musia, luego se acerca y le habla a Mario al oído, sensualmente –Dejando de lado a este perdedor, cariño ¿Por qué no nos cuentas alguna historia?
–En realidad,
Querida amiga,
No tengo ninguna entretenida.
Pero me gustaría
Que Lúcides cuente alguna travesía.

Lúcides, el maestro de Mario, es alguien silencioso. Solo habla con los demás cuando siente que es necesario. Pero se lleva bien con Mario y es capaz de hablar durante horas con él. Al principio se sorprende de la petición de su alumno, al que considera como su hijo. Su cariño paternal se refleja en una cálida sonrisa. Por su alumno, accede a contar alguna historia a todos los presentes, así que se levanta de su alejado asiento para posicionarse al centro del grupo y comienza a relatar, un poco desanimado al comienzo, su historia:

–Esto fue hace 15 años, cuando tenía 18. En ese tiempo ya me había venido a vivir a Desparta. Mi maestro dijo que estaba listo para ser un mercenario y dejar de ser su aprendiz, pero necesitaba pasar primero una prueba. Me emocioné mucho. En ese tiempo me sentía inmortal, el mejor y pensé que sería algo sencillo. La prueba consistía en volver con vida a Desparta y para eso mi maestro me consiguió un contrato como mercenario para participar en una guerra. Desde luego que no podía haberme imaginado que era lo que me esperaba.

–En la región del Occio no hay muchas ciudades, pero las que existen son verdaderas metrópolis, gigantescas, populosas. La gente que vive ahí toma muy enserio la religión. El ascetismo es visto como un ideal de vida superior a los demás, hasta el punto en que los que se preparan para ser guerreros deben rezar diez veces al día, ayunar todos los domingos y aprenderse de memoria los libros sagrados. Cada una de esas metrópolis tiene una santidad mayor, que es su divinidad protectora. El destino quiso que existieran dos ciudades, muy cerca la una de la otra, que compartiesen la misma deidad protectora. Desde tiempos inmemoriales compiten para ganarse el favor de sus dioses: La pareja formada por Haru-Este, la Diosa vaca y Iniel-Este, un Dios toro. Los desacuerdos en religión  son comunes entre ambas urbes; así, tienen meses distintos consagrados a celebrar a los mismos dioses. Pero no tienen que desestimar ni olvidar su fanatismo, cualquier pequeño desacuerdo puede ocasionar un conflicto armado. Justamente eso ocurrió en aquella ocasión. Por lo que supe, un habitante de Al-Main, una de esas dos ciudades, destruyó un ídolo santo de Iniel-Este en una celebración religiosa de la urbe vecina, Al-Ere. Ambas metrópolis entraron entonces en un breve conflicto religioso y a la vez político hasta que finalmente estalló la guerra.

–La ciudad que me contrató fue Al-Ere. Su rey se llama Alcides, nombre que significa “fuerza bienhechora”. Se sorprenderían, compañeros, de ver la gran cantidad de templos que ahí existen, algunos tan inmensos como las montañas. Igualmente sorprendente es la cantidad de gente que habita en aquellas zonas tan secas. Las viviendas de los sacerdotes están abigarradas de riquezas, lujos y objetos extraños. La gente común vive en casas de adobe construidas sobre grandes tumultos de tierra. La debilidad estructural de sus viviendas se hace evidente a la vista. Incluso presencié como una casa se desplomó de la nada y como sus habitantes la rehacían en el mismo lugar, encima de los escombros. Entre lo sagrado y lo cotidiano existe una diferencia considerable en aquellas tierras. Pero dejémonos de descripciones, les contaré de aquella vez en que estuve al borde de la muerte.

–El general de mi ejército se llamaba Peterites. Era un hombre en apariencia típicamente Atlántida: piel blanca, pelo de color sangre y abundante barba. Solo destacaba por su monstruosa altura y su yelmo arcoíris. Pero más monstruoso era su desprecio a las vidas humanas: en una ocasión mandó a una división de 1000 hombres, sin escudo ni armas ni protección de ningún tipo, a enfrentarse a un pequeño grupo de 36 carros de combate enemigos y eso solo porque el comandante de la división poseía la piel de color negro. Ninguno volvió. Ese sujeto, Peterites, es la muerte en persona. Apenas me vio, me deseó la muerte solo por ser un mercenario extranjero contratado por el general anterior, quien había muerto un par de días atrás en el campo de batalla a manos de Anastasio, un Iodano. Me dijo que quería vengar a su amigo y por esto la primera misión que me dio fue enfrentarme con él y matarle. Como me prometió una jugosa recompensa por asesinarlo me emocioné y acepté entusiasmado. Más tarde, en la carpa donde me alojaba, me enteré por medio de Iniestes y Alimanu –ambos grandes guerreros locales y pronto amigos míos–, que ese tal Anastasio era un guerrero muy famoso y temido en las filas del ejército al cual yo pertenecía.

–Anastasio, cuyo nombre significa “el resucitado”, es un mercenario al igual que nosotros. Había nacido en la ciudad a la cual nos dirigimos ahora: Iodas. Las leyendas cuentan que los primeros habitantes de esa ciudad fueron los Telquines, nueve hermanos que tenían cabeza de perro y la parte inferior del cuerpo en forma de serpiente. Pero ahora en Iodas los Telquines son los nueve mejores guerreros de esa nación. Anastasio era uno de ellos, representante de la tribu de la sangre, una de las 7 tribus en las que se divide la gente de esa ciudad. Había sido contratado por Cirilo, Rey de Al-Main, la ciudad rival. Me contaron además de sus hazañas, como cuando arrojó su lanza tan fuerte que aniquiló a una columna completa de nuestro ejército con un solo lanzamiento. O la vez en que se puso a devolver con su espada todas las flechas que le disparaban a sus dueños, hiriéndolos mortalmente en el acto. Pero las historias sobre su coraje y heroísmo no me desanimaron  ni me acobardaron y deseé tener pronto la fortuna de enfrentarme a él.

–Al otro día preparé mi gran y resistente escudo, mi pesada y gigantesca lanza, mi afilada espada y mi veloz caballo. Como armadura preparé mi coraza, mis brazaletes, grebas y el particular casco negro de nuestra ciudad. Mi división se llamaba “Centauro”. Del comandante nunca supe el nombre, pero siempre me mandaba a luchar en primera fila y no entendía la razón de ello. Quizás eso fue porque era el único jinete que luchaba con lanza: los demás usaban pequeños arcos, espadas cortas y no portaban escudos. “Centauro” era la división con mayor prestigio en la armada de Al-Ere. Su habilidad para disparar certeramente sus arcos mientras cabalgan velozmente hacía que los confundieran con una tormenta de relámpagos asesinos. Y cuando sus caballos estaban quietos, la incomparable velocidad de disparo hacía pensar al enemigo que contábamos con millones de arqueros. En el combate cuerpo a cuerpo se arriesgan bastante, pues amarran sus pantalones a la silla mediante una correa de cuero. Por esta razón, cuando combaten no se preocupan de mantenerse arriba de la montura y no es raro verlos colgando boca abajo.

–Cuando llegué al campo de batalla, me di cuenta que nos acompañaban dos divisiones de lanceros y una de infantería ligera. No era un ejército numeroso el que se había reunido ese día, pero igualmente la batalla sería sangrienta. De improviso, a lo lejos, en el horizonte, avistamos una masa enorme de soldados acercándosenos. Era el enemigo. El temor se apoderó de nuestros soldados, pero aún así me mantuve firme, incluso cuando escuché decir a mis compañeros que venía Anastasio y que debíamos huir para salvar la vida. Al escuchar esto, más inquieto y a la vez ansioso me sentí. Eran las once de la mañana de un día de verano. El sol brillaba maliciosamente, no había ninguna nube en todo ese gran espacio celeste y el campo de batalla carecía de arboles cercanos. Al sur, el gran río Occio servía de frontera a ambas ciudades. Al este una colina era el lugar al cual debíamos retirarnos en caso de una derrota. Pero eso no lo haría nunca. No sería capaz de realizar ese desdichado y poco honorable acto: antes preferiría enfrentarme a un ejército completo yo solo. Iluso. Era todavía un joven y me sentía inmortal.

–El ejército enemigo avanzaba lento. Se detuvo cuando se encontraba a trescientos metros de distancia de nosotros. Ahí lo vi. A lo lejos pude conocer a Anastasio. Su dorada cabellera flameaba cual bandera. A su lado el general enemigo, Auros y a su espalda, unos cien carros de guerra, las máquinas del miedo, las reinas del campo de batalla. El fanatismo religioso en estas tierras alcanza niveles absurdos. Pude apreciar como el ejército entero se puso a rezar luego de que Auros mandara a exhibir frente a sus hombres la imagen de un gigantesco toro, representación de Iniel-Este. Luego de un par de minutos, un grupo de infantes enemigos avanzó corriendo velozmente en dirección a nuestros lanceros. Eran los guerreros toros de Al-Main, famosos por su estúpido fanatismo guerrero. Van armados con un mazo gigantesco y una pequeña jabalina, protegidos solo por un trozo de cuero endurecido a modo de pectoral y un casco con un par de gigantescos cuernos de toro. Y bastante afilados. Corrían gritando, veloces, enloquecidos, sin temor a nada. No miraban al frente, solo ponían su cabeza por delante con el fin de golpear con sus cuernos salvajemente al contrario al igual que un toro enfurecido. Nuestra infantería ligera disparaba toda clase de dardos que dejaron el camino lleno de cadáveres, pues los enemigos ni siquiera intentaban escapar de un dardo que se le acercara. Simplemente no los veían venir. Solo corrían, poseídos por un espíritu maligno. La infantería ligera que se encontraba en el frente de batalla, al ver a esos monstruos furibundos acercárseles sin temerle a sus dardos, rápidamente echaron a correr, pero fueron pronto alcanzados por los veloces toros que los perseguían incansablemente. Fueron masacrados por sus gigantescos mazos. Al primer golpe caían al piso descuartizados. Si alguno lograba golpear la cabeza de los perseguidos, veía como estas volaban por los aires en todas direcciones y bastante lejos. Incluso una cabeza deformada cayó a mis pies y alteró a mi caballo.

–Cuando la manada de soldados enemigos chocó con nuestros lanceros del ala izquierda, supe que la muerte ese día me rebelaría todos sus secretos. Mientras fueran hombres, morían, todos, de distintas formas. Hombres que emitían vida por todos los poros, morían. Otros, furibundos, no eran capaces de abandonar este mundo y se quedaban medio muertos en el piso, gimiendo, maldiciendo. Otro grupo de soldados enemigos se puso a correr con dirección a nosotros y el último grupo se dirigió hacia los lanceros del ala derecha, la división “Seis de mayo”. Los centauros rápidamente tensaron sus arcos, dejando luego caer en los contrarios una lluvia tan letal y continua de flechas sobre ellos, que pronto solo quedaron unos pocos que huían. Tras de ellos venían veloces los carros de guerra. En las ruedas tenían acopladas unas afiladas cuchillas que girando eran capaces de cortar a un hombre por la mitad. Y eso hacían con sus compañeros que huían. La división centauro completa sacó sus espadas cortas, yo preparé mi lanza y nos pusimos en marcha para ir al encuentro de los enemigos.

–Un carro de guerra que se me acercaba de frente giró un poco antes de chocarme, esperando de esta forma herir a mi caballo, pero logré esquivarlo por poco. En respuesta, golpeé con la lanza su rueda y debido al giro a gran velocidad que dio, el carro enemigo se volteó y pude aniquilar a sus dos ocupantes. Otro carro que se dirigía directo a mí fue destrozado por un “Centauro” que chocó de forma suicida a gran velocidad contra él. Pero el tercer carro, que se me acercó por la espalda, no lo pude esquivar, aunque herí mortalmente al guerrero que iba en él. Las cuchillas acopladas a las ruedas de ese carro chocaron violentamente contra mi caballo, dejándolo medio muerto y a mí me tiró al piso. Mi lanza saltó lejos y se hizo trisas. Rápidamente desenvainé la espada. En ese momento, por mera intuición, me cubrí con el escudo justo en el instante en que una lanza se estrelló veloz contra mi defensa. Esa arma arrojada era propiedad de Anastasio, quien se acercaba cabalgando a toda velocidad. Preparé la espada para enfrentarme a él y me mordí el labio. No cabía en mí de emoción.

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