viernes, 1 de abril de 2011

Un pueblo perdido (novela) [4]

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IV. Lúcides y Anastasio II

–Cuando por fin pude ver el rubio cabello de Anastasio, el corazón aceleró su monótona melodía. Cuando escuché el galopar de su caballo acercándoseme velozmente, la emoción desbordó mis venas. ¿El escenario? Un campo semidesértico regado por cadáveres, bañado por sangre y adornado con armas de todo tipo. Todo me hizo pensar que ese día, la muerte no me ocultaría ningún secreto. Anastasio se acercaba desenvainando su espada dorada mientras que mis amigos se alejaban. Firme en el piso, y con el escudo apegado al  cuerpo, me disponía a recibir su descomunal carga. Fue solo un segundo, pero sentí que el inframundo me llamaba estruendosamente. Él no chocó contra mí, solo me rodeó dando una vuelta rápida y en un parpadeo alcanzó a herirme el costado derecho del pecho antes de poder detener su caballo y voltear completamente.

–Una herida en mi pecho, no me lo podía creer, nunca me habían dañado antes. Dolor, por fin te conocí. Todo lo que veía se había teñido de rojo. A través de esas coloradas persianas que tapaban mis ojos, pude observar como un “Centauro” llamado Iniestes, mi amigo, hacía saltar a su caballo por encima de un carro de guerra y, colgado a su bestia, descuartizó sutilmente a los guerreros enemigos, dejando el vehículo manchado de sangre y avanzando sin piloto. El impulso por vivir hizo que antes de darme cuenta, me pusiera a correr hacia el carro lo más rápido que pude, sin dejar nunca el escudo botado. En pocos segundos llegué y me monté en él. Desde luego que no sabía cómo conducirlo, pero era joven, me sentía seguro y eso es lo único que importaba. Anastasio vio como corría y se acercó veloz, pero llegó cuando ya me había instalado en el vehículo y pude rechazar su ataque no sin poca dificultad. Seguía saliendo sangre de mi herida.

Su caballo blanco era más pequeño pero a la vez más veloz que mi transporte prestado. Cabalgaba furioso mientras me alcanzaba, pero yo solo me apretaba la herida con la esperanza de que el sangrado disminuyera. Esa espada que brillaba como el oro bajo el ardiente sol molestaba mis ojos y también a mis brazos que debían rechazar una y otra vez sus continuos ataques. Debió haber sido un espectáculo agradable a la vista el de ese combate a gran velocidad. Finalmente Anastasio, en un momento de furia saltó imprudentemente para caer sobre mi carro con la espada por delante. Mi arma fue inmediatamente a encontrarse con la suya y ambas salieron por los aires cayendo en un sucio charco de lodo. Mientras avanzábamos el combate continuó sin espadas ni lanzas ni ninguna otra arma, solamente agitábamos los escudos con la esperanza de golpear al otro brutalmente. No me importaba que el mío, que era de madera recubierto con cobre, quedara reducido a astillas y pequeños trozos del metal.

–Era un combate cerrado y parejo. Ambos estábamos concentrados únicamente en aquella violenta faena. Estábamos alejándonos del mundo de los vivos, pero todavía no llegábamos al de los muertos; nos encontrábamos en un lugar intermedio. En nuestras mentes solo importaba golpear, esquivar y bloquear. Ninguno de los dos pudo darse cuenta que los enloquecidos caballos se acercaban veloces a un árbol gigantesco. ¡Un solo árbol en aquél inmenso llano! Era el primero que veía ese día. Y justamente nos íbamos a estrellar con ese solitario macizo. Cuando me percaté de ello, un segundo antes del choque, salté del carro justo en el instante en que Anastasio lanzaba un poderoso golpe con su escudo. Que cansado me sentía en aquél momento, había sido un combate muy difícil y agotador, además, ya había perdido bastante sangre. Todo esto, sumado a un ingente mareo me hizo sentir, mientras caía, que estaba descendiendo al Hades. No me di cuenta cuando me golpeé contra el suelo. Inmediatamente alcé la cabeza y al darme cuenta que seguía en el mundo humano, me levanté, recogí una jabalina que encontré en el piso y me volteé para saber que ocurrió con Anastasio.

–Se me acercaba con el cuerpo cubierto de sangre (y de astillas). Levanté el brazo con la intención de disparar la jabalina, pero justo vi que otro centauro se le abalanzaba como un tigre. Intentó en vano vencer al desangrado, pero cada golpe de su corta espada solo rebanaba el viento. Que veloces movimientos para una persona herida. Era imposible de alcanzar para mi compañero. De forma sutil, Anastasio sacó un puñal de su coraza de modo que su enemigo no se dio cuenta. En un instante, de presa, pasó a ser cazador. Agarró a su sorprendida víctima de las muñecas, le propinó un terrible rodillazo en el estómago y un instante después le clavó el puñal en el pulmón.

–¿Qué hacía yo? Me había quedado parado, descansando, recuperándome de la herida, mientras observaba el espectáculo. Pude haber ayudado a mi compañero, pero mis piernas me aconsejaron que solo observase. Y me aconsejaron mal. Cuando clavó el puñal en el pulmón de mi aliado, sentí terror de verdad. Anastasio lo había vencido fácilmente, malherido como estaba. Y yo, el tímido neófito ya cansado que era, sería su siguiente víctima. Pero no todo estaba perdido. Justo después de esa jugada magistral, Anastasio bajó la guardia y el anónimo que peleaba contra él aprovechó ese momento para abrazarlo fuertemente, apretando con todas sus fuerzas. Era un abrazo que dejó a Anastasio sin poder moverse libremente. Ambos combatían ahora solo con sus fuerzas. Uno forcejeaba para liberarse, mientras el otro forcejeaba para aplastar a su oponente con sus brazos.

–De pronto, el Centauro me gritó: –¡Ahora, Lúcides, lánzala! –Era indudable que me había visto parado ahí, sosteniendo en mi brazo derecho una jabalina dispuesta a ser lanzada en cualquier momento. El anónimo que me gritaba me daba la espalda, abrazado a Anastasio. Si disparaba el dardo hacia el corazón de nuestro enemigo común, iba a herir también al que lo aprisionaba en aquél punto vital. Dudé. ¿Qué debía hacer? ¿Debía disparar y matarlos a ambos? –¡Vamos Lúcides, dispara rápido, no te preocupes por mí! –Me gritó nuevamente. Cerré los ojos. Pensé. ¿Cómo podía salvarlo? Pensé por un momento y eso fue innecesario. Pensé. Estaba peligrando, pero pensé. Y no debí hacerlo. ¡Debía haber una manera de salvarlo! Pero buscando esa manera consumí el momento que me habían dado. Antes de que me decidiera a disparar mi proyectil, Anastasio se soltó de su furibundo enemigo y en un rápido movimiento le cortó el cuello. La sangre salía a chorros e iba a caer directamente en ese guerrero monstruosamente invencible. Anastasio gritaba mientras su carne se volvía roja.

–La forma bestial de asesinar de mi enemigo me devolvió las energías. Ya la sangre había cesado de brotar de mi herida. La rabia interna por no haber hecho lo que debí hacer, renovó mi antes agorado espíritu combativo. El personaje empapado de sangre que me miraba con sus ojos penetrantes era mi objetivo. Si no lograba vencerle y aniquilarle, haría vano el sacrificio de aquél compañero del que nunca supe su nombre. Él, armado con un pequeño puñal. Yo, solo disponía de una jabalina. No más que veinte pasos nos separaban, pero nuestras miradas de odio nos unían en un único destino: Vencer o morir. Ahora, esta lucha se había vuelto personal; debía vengar la muerte del personaje que me dio una oportunidad de trinfar, oportunidad que inútilmente desperdicié, dudando.

–Anastasio no movía ningún músculo, no parecía que me fuera a atacar. Pero ya lo hacía con la mirada. Le respondí arrojándole mi arma. ¿Impulso de valiente o de estúpido? La lancé fuerte y velozmente. A esa corta distancia es casi imposible esquivar aquél dardo que buscaba su corazón para acabar con su vida. Pero su reacción felina fue impresionante: alcanzó a evitar que golpeara un punto vital, aunque, de todas formas, le atravesé el brazo derecho dejándolo inutilizable. Sonrió. ¿Acaso pensaba que ya había vencido? Solo con su brazo izquierdo sano se lanzó al acechó de un enemigo desarmado. Corrió hacia mí. Lo esperé. El primer golpe que mandó lo detuve con la protección de mi muñequera. Retrocedió. Se dio cuenta que aún no estaba vencido. Frente a frente. Era yo el que estaba acorralado. No podía huir, no me lo permitía mi honor. No podía atacarle pues no poseía un arma ¿Qué alternativa me quedaba?

–Mi rojo enemigo. Ya su cara mostraba preocupación. Yo pensaba: ¡Vamos atácame! La única alternativa que me quedaba era que en alguno de sus ataques fuera capaz de detenerle su brazo bueno para robarle el arma. Él había comprendido que no podía fallar su próximo golpe. Pero ¡qué calor sentí en ese momento! Podía oír los lejanos sonidos de la batalla que aún continuaba, pero bastante distante de donde nosotros nos encontrábamos. ¡Vamos, maldita sea, atácame! Era lo único que pude decir. Me escupió. ¿Toda esa sangre encima de su cara no le molestaba la visión? Olía horrible.

–De pronto me dijo: ¿Listo? Y comenzó el ataque. Todo ocurrió en pocos segundos. Con el arma en su brazo izquierdo intentó atacarme por el costado. Pude esquivar el ataque y sostenerle el brazo. Ahí caí en su trampa. Yo creía que no ocuparía el brazo que acababa de lastimarle y no me preocupé de él. Pero me propinó un golpe tan fuerte que sin querer le solté el brazo e inmediatamente intentó clavarme nuevamente el puñal. En ese momento reaccioné. Sacrifiqué mi mano derecha para detener, con mis carnes y mis huesos, el puñal que venía en dirección a mi corazón y lo sujeté fuertemente. Con la extremidad izquierda traté de propinarle un golpe en la mejilla. Pero ocupó su brazo herido para detener con las manos desnudas mi golpe y sujetar mi mano puño. Así quedamos entonces, en equilibrio: Yo con mi mano derecha sangrando pero tenía atrapada el arma enemiga. Él había sufrido el impacto de mi golpe en su brazo derecho, que ya estaba bastante herido, pero aún así logró neutralizar mi puño izquierdo. Ahora era una batalla de resistencia, similar a la que antes había tenido con mi compañero de armas.

–Por fortuna, mi enemigo ya se encontraba exhausto. Pronto pude quitar mi mano izquierda de su prisión y arrebatarle el puñal en un solo movimiento. Rápidamente le enterré el arma con furia en su pecho. Cuando se la saqué, su sangre comenzó a fluir de la herida como un río. Se quedó quieto, de pié. Me preguntó mi nombre: –Me llamo Lúcides–, le dije. Él me respondió seguro: –Siempre te recordaré, Lúcides– y murió con una sonrisa en el rostro. Era un enemigo, un formidable enemigo, pero sentí lástima al verle morir, mientras en mi interior estaba orgulloso de él, porque hasta sus últimos segundos cumplió con ser un valiente guerrero, un verdadero mercenario, sin pestañear un momento en su duelo constante con la muerte. Miré a mi compañero muerto y me pregunté si con esto había merecido su perdón. ¿Había muerto gloriosamente? Desde luego que murió combatiendo. Pero yo le había quitado un honor: si hubiera lanzado esa jabalina en el momento preciso que me dijo que lo hiciera, él hubiera fallecido sacrificándose para matar aquél temido enemigo. Pero no lo hice y al contrario, él murió solo como otra víctima del sujeto que ya no era parte del mundo de los vivos, como otra víctima de Anastasio.

–Sin embargo, ese no era el momento de pensar en aquellas cosas, en este lugar muchas almas eran enviadas al hades. “El barquero tendrá hoy mucho trabajo”, me dije. Estaba muy alejado del resto del ejército. A la distancia veía a un grupo de lanceros luchando encarnizadamente contra los guerreros toro enemigos, quienes no se percataron que un grupo de centauros que habían sobrevivido cargaba contra ellos y los pusieron rápidamente en retirada. Por otro lado, otro grupo de lanceros perseguían unos guerreros enemigos que huían veloces. Unos soldados contrarios que desertaban  del campo de batalla, al verme solo, echaron a correr hacia mí. Estaba desarmado, sin escudo ni lanza ni espada ni nada. Pero antes de pensarlo ya me encontraba trotando hacia ellos, directo al choque con uno, el más cercano, quien gritaba cosas sin sentido con su boca espumosa y agitaba su gigantesco mazo cubierto de tierra, sudor y sangre.

–En un instante, mientras me intentaba golpear me agaché, le di una patada en el pie y le quité su arma. Cuando cayó al piso dejé caer el pesado mazo en su cabeza. Ahora que lo pienso, la forma como estallaron sus ojos fue algo asqueroso. Levanté el arma, siempre con ambas manos y golpeé a otro. Quedó sin mandíbula. Luego me enfrenté a dos más. Uno intentó embestirme con la cabeza, por lo que salté y desde el aire aventé un golpe que le quebró la espalda. El otro portaba una espada. Cuando caí al piso, por poco me hiere, por lo que le mandé un golpe antes de que volviera a estar en guardia y le destrocé el tórax. Luego, el mazo lo lancé certeramente contra un enemigo que se encontraba a poca distancia. Como perdió una pierna, cayó al piso, luego se puso a llorar y pidió a gritos la ayuda de su madre. Los últimos tres enemigos los acabé en un instante mientras los cuatro o cinco que estaban atrás huían implorándole compasión a sus dioses. Me acerqué al que lloraba en el piso y sutilmente le corté el cuello para acabar con su agonía.

–Volví a mirar alrededor y la situación había cambiado completamente. Los enemigos corrían por todos lados asustados, encontrando la muerte a manos de los pocos centauros que los seguían incansablemente, apareciendo de las sombras y apagando, de un soplido muy débil, el fuego de la vida que Prometeo robó a Zeus para crear a los hombres. Habíamos vencido. Lo primero que hice fue ir en donde se encontraba Anastasio y quitarle su collar, con la típica decoración Iodana de una rosa. Luego me dirigí al lugar donde se reunían todos los sobrevivientes. Cuando llegué, todos gritaban de euforia, les daban gracias a los dioses, a sus antepasados, a sus esposas, a las amantes y a sus estrellas protectoras por permanecer con vida. Por supuesto que yo también me emocioné y levanté los brazos mientras cantaba de júbilo, sujetando fuertemente el collar con mi mano derecha, que ya casi había cicatrizado. Cuando Alimano, mi amigo, me vio, corrió a abrazarme y besarme, llorando de felicidad pues había observado el collar y luego, en voz alta me aclamó como “el hombre que había matado al gran Anastasio”. Reconozco que yo también lloré de alegría.

–Ese día recibí una medalla no muy bonita del terrible general Petérites, quien, como siempre, se atribuía todo el mérito de la victoria. Contento como estaba, seguro de sí mismo y de su ejército, comenzó al otro día la ofensiva. Dos días más tarde, cerca de la muralla de la ciudad enemiga de Al-Main nos encontramos con los restos del ejército contrario. El general se lanzó a la ofensiva yendo él mismo en primera fila. La batalla fue corta. Como Petérites murió a manos de un esclavo armado con tan solo un cuchillo, para el tratado de paz que firmaron ambas ciudades luego de aquella batalla se me nombró general. Aunque no alcancé a comandar ningún enfrentamiento, me sentí muy orgulloso de que me cedieran ese honor y ayudar a asegurar la paz. Y así volví a mi patria, con aplausos y gritos de ovación por parte del pueblo de Al-Ere.

–Mario, a ti también te daré una prueba tan difícil como la mía. Si consigues superarla, ya no serás mi aprendiz, seremos iguales, compañeros Hippeis –Termina de relatar Lúcides.

Esta noticia emociona a Mario. En Desparta los mejores guerreros eran escogidos por el Rey. Formaban la famosa división de Hippeis, 100 jinetes de su confianza que combatían a su lado en caso de guerra. Era una tropa invencible, la mejor guardia, la pieza clave y decisiva. Ninguno de ellos dudaba en sacrificarse para proteger al rey. Por eso es que en ciudades lejanas se dice que el monarca de Desparta es inmortal, que tiene 101 vidas y cada una de ellas equivale a la fuerza de mil hombres. Los Hippeis, son la élite de la ciudad. Formar parte de ese grupo era lo que Mario ansiaba de hace mucho, es su oportunidad que su padre reconozca todo el esfuerzo que ha dedicado. El máximo honor. Por un momento su otro sueño se esfumó, se olvidó de la misión y las ansias enfermizas de proteger a su hermana a cualquier costo se desvanecieron transitoriamente.

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