domingo, 29 de mayo de 2011

Un pueblo perdido (novela) [6]


VI. El pueblo iodano


Apenas el sol brinda sus primeros rayos de luz, Hexégoras despierta. Ha dormido poco, ha dormido mal y angustiado. No puede imaginar cómo solucionar las situaciones que le preocupan. Lo ideal es que la ejecución de María ocurra sin disturbios por parte de los ciudadanos de Iodas, que Mario no haga nada estúpido y por último, lo más importante según su Rey: Que con esto se calmen los ánimos, las tensiones y no se produzca ninguna guerra entre ambas ciudades. Todo saldría mal si ocurre un conflicto en medio del espectáculo, que puede provenir del pueblo iodano, de la reacción violenta de Mario u algún otro mercenario. ¿Será mejor que deje al hermano de la princesa nieve lejos de todo esto? Difícil, casi imposible, no se quedaría tranquilo e intentaría entrar de todos modos. Por eso lo trajeron. Pero en definitiva, si estos conflictos se producen, entonces ellos como Mercenarios que son, debían proteger sus vidas y responder a los ataques de los agresores, situación que agravaría las tensiones. De esta forma sus acciones por evitar la guerra se transformarían en una excusa para que esta se produzca.

También le teme a otra situación: Puede ser que el pueblo iodano no se calme con el sacrificio de la bella María. Existe una alta posibilidad que ellos imaginen un temor despartano hacia ellos, causa por la cual aceptaron tan gustosamente esta horrible exigencia y por tanto aceptarán todas sus peticiones; entonces no se contentarán con solo este sacrificio, sería solo la prueba de su temor, y exigirán luego otras cosas más horribles. En ese caso, su intento por evitar la guerra sería una pérdida vana de tiempo, del prestigio de la ciudad… y de una vida valiosa. El Rey Lórnides le advirtió que en este caso no aceptaran sus peticiones y se volvieran inmediatamente. Para evitar la pérdida inútil de su hija, debían exigirle a Aión, Rey de Iodas, garantías de que quedaría conforme y firmará un tratado de paz. Con respecto a la advertencia de su rey acerca de la conducta de Mario, a Hexégoras no le parecía muy acertada: En el caso que no acepten estas condiciones y sigan pidiendo la muerte de María, calmar sus ánimos y escaparse pacíficamente de la ciudad. Para Hexégoras, en cambio, lo mejor sería que el pueblo iodano siguiera con sus deseos de verla morir públicamente, por lo que Mario iría a defenderla, y al menor incidente habría un pequeño combate con las masas populares de esclavos iodanos. Se les podía matar fácilmente y ocasionarían graves problemas a la población, especialmente si a principios de verano tenían  la posibilidad de sitiar la ciudad. Después de todo, si no existía acuerdo, la guerra era casi inevitable y lo más conveniente era comenzar a dañar inmediatamente. Además podía ordenar a Musia, Herlinda y a Arlades que vigilen las entradas de la ciudad y asesinen a todos los que salgan de ella, para quitarles con esto toda posibilidad de pedir ayuda a su aliada: Ourinto.

Todas estas advertencias y posibles situaciones las tenía muy claras en su mente. Sus temores también. Pero escoger la manera en que actuarían no dependía de ellos, sino de la reacción del pueblo de Iodas; o de Mario. Solo quedaba ir allá y rogar a los dioses por la situación más favorable. Todo dependía de la que ocurra en el lugar al que se dirigen, la ciudad de los enemigos de Desparta: Iodas, otro hogar de mercenarios. Los compañeros de Hexégoras son despertados por un terrible sonido, el galopar de los caballos. Es una avanzada iodana, un grupo que vigila las fronteras. Se acercan a los extranjeros para consultar por el motivo de su visita. Al conversar con Hexégoras –ciertamente desconfiados al principio–, se dan cuenta que encontraron a quienes buscaban: debían escoltarlos hacia la ciudad, para llegar al frente del palacio, en donde se realizaría la ejecución pública.

Desde fuera, Iodas no parece una ciudad extraordinaria, con su brillante muralla blanca, no muy alta y toscamente adornada, es exactamente igual a todas las demás en la Atlántida. El camino que lleva hacia la entrada posee dos filas heterogéneas de piedras que delimitan el trayecto. La puerta al final de ese camino está hecha completamente de plata, posee el tamaño de dos personas de altura y solo pueden ingresar dos viajeros a la vez. Cuando los doce guerreros ya la han atravesado, se encuentran en un largo túnel, muy oscuro, con guardias acechando silenciosos, aguardando cualquier movimiento sospechoso de las desconocidas visitas para atacar. Al final del pasillo hay otra puerta igual a la anterior que al abrirse les permite entrar finalmente a la ciudad.

Iodas es una urbe deslumbrante. Los despartanos entran a una ciudad sembrada de edificios gigantescos destinados al bien común. Caminan por calles ornamentadas con plantas y árboles de los más diversos orígenes (algunas incluso no parecen ser de este mundo); sembrada con flores de los más extravagantes colores, que iluminan y matizan los espacios; poseyendo frutas y vegetales con las más deliciosas fragancias, que llenan de armonía los rincones y callejones más oscuros y abandonados. Los templos, pequeños altares dedicados a Apolo-este y a Poseidón-este, están abigarrados de regalos: perfumes, manjares, animales… Y mujeres.

Alrededor de estos extraños, de los visitantes que acaban de llegar, los hombres visten trajes cortos y los más llevan el pecho descubierto, caminando despreocupadamente con toda tranquilidad. Los niños pequeños revolotean sobre las pequeñas baldosas verdes y amarillas de los parques, jugando con todo aquello que se atraviese por su mirada. Las jovencitas visten camisas escuetas con unos generosos escotes, un vestido corto y abierto que va desde la cintura hasta un poco más por debajo de las zonas privadas; una pequeña brisa basta para que delaten los paños interiores y sus secretos, adornados con adorables figuras, como si deseasen ser vistas en toda su intimidad. En los bordes de los caminos están los amantes disfrutando con deleite los placeres del amor público. Acá Mario advierte a una pareja que es vista por un infante de no más de trece años: el hombre le enseña cómo debe ser besada y acariciada una mujer. Allá Lúcides contempla a una mujer, que luego de ser coqueteada por su amante, se aleja de él para dejarse tocar ahora por otro, su marido.

Alrededor, los ancianos pasean desanimados a sus mascotas, mientras observan con melancolía a los jóvenes disfrutando todos los momentos, los vicios y las perversiones que la vida ofrece, y se lamentan por dejar como herencia a una descendencia tan despreocupada. Es una ciudad libre, la gente vive sin preocupaciones y hace lo que desea. Muy distinta a la ciudad en la que Hexégoras y los demás se criaron. Los escoltas les cuentan que en Iodas solo debes seguir la regla de no molestar a los demás sin permiso y no ocasionar disturbios, para poder disfrutar de su tan defendido derecho de libertad. Los despartanos escuchan atentos las cosas que sus guías les relatan.

Les dicen, además, que el lujo del que hacen gala los iodanos proviene en parte del lucrativo negocio de la guerra. Pero la fuente de riquezas más importante era la venta de piedras preciosas, que en las canteras de los Montes Iodeos, ubicadas dentro de las murallas de la ciudad, son extraídas en gran cantidad. Incontables generaciones de iodanos han extraído estos recursos, perfeccionándose en la elaboración de las más lujosas joyas y demás artículos finos. Los ancianos cuentan a sus nietos que, de esta forma, pronto amasaron fortunas y se hicieron adictos a la vida pomposa y fastuosa que les proporcionaban las riquezas de sus montes. Estos montes eran un regalo de Apolo a unas pocas familias de las que descienden los iodanos. Además, para indicarles que este era el lugar donde debían fundar sus ciudades, sembró la tierra con rosas y otras flores igual de desdichadas y olvidadas. Lúcides hace notar que por esto en todos los templos iodanos hay ostentosas figuras en oro o marfil de esta escasa flor. Lo contradictorio es que en las calles se puede encontrar, sin ninguna dificultad, un ejemplar de la flor que se desee, con la única excepción de las rosas. No están en parte alguna, la gente no las conoce más que por dibujos o figuras, pues en los montes se extinguieron hace ya muchas generaciones. Cuando nuestros héroes les indican que en su viaje han visto unas pocas de ellas, ellos responden que abundan historias de gente que las ha podido encontrar fuera de las murallas, pero estos relatos solo son consideradas como leyendas. Ellos mismos, que han pasado su vida vigilando los alrededores de Iodas, nunca han visto alguna.

Pero la mayor parte de la población no ha salido nunca de la ciudad. Nacen, viven y mueren encerrados en estos muros, alejados de la naturaleza. Pero, curiosidad por el mundo exterior no les falta, e incluso sobra el apetito por escuchar las historias contadas por los viajeros. Estos viajeros llegan desde los rincones más lejanos de la Atlántida y de otros continentes distantes, atraídos por la búsqueda de los famosos collares, aros, anillos y otros objetos incrustados de las famosas gemas pequeñas, de color rojo y azul que se producen en Iodas. Regresan luego a sus tierras con estos tesoros y los venden a precios tan descabellados, que el esfuerzo invertido en el complicado viaje, con sus peligros y desventuras, eran insignificantes al lado del rico ajuar que podían costear con las ganancias.

Continúan contándoles estas cosas sus escoltas, siempre desde la perspectiva de sus abuelos: celosas y atraídas por sus riquezas, las otras ciudades de la región comenzaron a aprovecharse de los iodanos indefensos, cayendo encima de los habitantes desprevenidos, matando, asesinando y saqueando. Periódicamente, año tras año se dejaban sentir. Entonces, para hacer frente a estas continuas amenazas, las habitantes de las tres principales ciudades que se había constituido alrededor de los Montes Iodeos, Lindos, Lalisos y Camiros, se unieron en una sola, a la que llamaron Iodas en honor a sus montes sagrados y la rodearon con una muralla. Numerosas veces fueron sitiados, encerrándolos en sus murallas a la vez que les cortaban todo contacto con el mundo exterior.

Pero los inventivos iodanos, buscando siempre con su ingenio formas de sobrevivir, adaptaron su ciudad para poder resistir con éxito estas sucesivas privaciones. Así entre sus paredes contaban con grandes almacenes siempre abigarrados del alimento necesario para poder comer por lo menos un año, además de canales subterráneos que traían agua a la ciudad y la almacenaban en un gran sótano. Invirtieron parte de sus riquezas en comprar ejércitos de otras naciones, especialmente de Desparta que en ese momento se encontraba consolidando el sistema de mercenario y buscaba clientes.

Los ciudadanos de Iodas se dividen desde entonces en siete tribus, pretendiendo cada una ser los descendientes de diversas figuras heroicas conocidas en conjunto como los Heliadae. Los líderes de cada tribu, al asumir ser los descendientes más importantes de estos héroes, se hacían llamar los Heliadaes. Estas tribus adoptaron símbolos para distinguirse, y esos símbolos les dieron sus nombres: La tribu de la nube, de la flor, de la hoja, de la estrella, de la sangre, del hierro y del ave. A los líderes luego se les ocurrió la idea de adoptar a los guerreros más prominentes de otros lugares como parte de sus familias, formando en las élites de sus tribus guerreros capaces de defender a Iodas de las amenazas exteriores, e instaurando al mismo tiempo en la ciudad el sistema de mercenarios, imitando a Desparta, tal como ocurría en las demás ciudades de los menélicos. Iodas pudo seguir prosperando bajo el amparo de los heliadaes y sus guerreros mercenarios. Una tradición que se mantiene hasta la actualidad, consiste en elegir a los mejores guerreros de entre las familias más nobles. Se hacen llamar los telquines y son nueve. Iodas pudo entonces crecer feliz, próspera y tranquila, hasta llegar a ser la ciudad llena de lujos que es hoy.

Mario había leído acerca de esto en un pergamino de viajeros. Sin duda Iodas es una urbe habitada por hombres ricos. Pero la gente es inquieta, la ciudadanía es intranquila, viviendo acostumbrado a la ociosidad y el ostento. Con las riquezas se volvieron caprichosos. Las letras no son enseñadas: la gente importante de las tribus se dedican a ejercitarse en los oficios de guerra y a la administración de los excedentes (además de disfrutar de ellas, con vicios, acomodos y otros privilegios que solo ellos se podían dar). Viviendo siempre por debajo de ellos, a las sombras y gozando con menos libertades, se encuentran los artesanos y vendedores, que trabajaban para la tribu, entregando sus ganancias a ella y confundiéndose con los pobres.

Finalmente, sin libertad alguna están los esclavos, encargándose del mortal oficio de la minería. Uno de cada cinco de los esclavos que trabajan en las minas muere cada año. También deben preocuparse de los trabajos pesados que sus superiores no son capaces de hacer (porque los consideran trabajos indignos): transportar mercancías y construir. Por último, se les confían las labores domésticas. Son sin duda, como en todas las partes, el grupo más numeroso. Pero viven con miedo de sus amos, viven cansados de tanto trabajo, viven sufriendo continuas privaciones por los impuestos que les dejan caer los poderosos. Y viven con hambre. Son los ansiosos, pues si alguien les ofrece algún alimento, se lanzan como pájaros de rapiña en busca de las sobras, ansiosos por nutrirse, ansiosos por comer. Pero los ansiosos viven apartados, en pobres chozas ubicadas en los lugares más olvidados de la ciudad; raramente vienen a ver el otro lado de Iodas, el lado que es presentado a los viajeros y comerciantes extranjeros. Ellos se reúnen en otros lugares secretos, en los mercados, en los montes y en los alrededores del Palacio.

Animados con la conversación, los escoltas guían a las visitas a través del laberinto urbano de Iodas, recorriendo calles pavimentadas con flores y otras adornadas con adoquines. De pronto, aparece ante ellos el mercado, gigantesco y con sus colores oscuros. Es un espacio ocupado por una gran variedad de puestos distintos, que solo tienen en común el carácter apagado y sin vida que les confiere la opaca tonalidad de los ladrillos que ocuparon para construirlos.

A los doce desorientados despartanos les advierten que tengan cuidado. Han entrado en zona de ansiosos. Comportándose como mejor les parece, poco rastro de humanos les queda. Caras cansadas y cuerpos esqueléticos indican que ellos son los que trabajan en esta ciudad. Y a quienes poca comida les corresponde. Aquí Musia ve a un efebo cobrando por entregar su cuerpo, un canasto de cebollas. Allá, Hexégoras contempla asombrado como un niño de no más de diez años recorre velozmente los locales del mercado, agarrando de ellos, con sus ágiles y pequeñas manos, todo cuando puede sin ser visto. María observa inalterable a un grupo de jovencitas, hermosas y con las manos quemadas, que desvían la mirada de cuanto hombre pueden, mostrando sus partes íntimas por un trozo de pan. Los extranjeros no pasan desapercibidos debido a sus extraños ropajes (vestimentas militares y otros artefactos para la guerra). Los niños que jugaban por el mercado se les acercan con las manos extendidas, formando un círculo alrededor de ellos y sin dejarlos pasar. Esos pequeños miran con tristeza y hambre, están despeinados, con la cara sucia y sin muchos dientes. Brindan un triste espectáculo. Los escoltas sacan de sus bolsos unos trozos de pan, y partiéndolos en pequeñas migajas, las lanzan lejos. Pronto los ansiosos que se habían reunido ahí echan a correr para recoger, con gran entusiasmo, los pequeños fragmentos de pan que estaban en el piso, aún cuando tuvieran que golpearse entre ellos y lanzar lejos a sus competidores para conseguirlo. Nuestros guerreros aprovechan esta distracción y caminan veloces para alejarse de ahí.

Al poco rato llegan finalmente al palacio de Iodas: Es un edificio enorme, de por lo menos treinta personas de alto, pintado completamente con plata, adornado con estatuillas de cobre e incrustaciones de oro. El piso está hecho de mármol, y las puertas tienen unas manillas hechas de marfil. Una gran multitud está reunida a sus afueras. Todos miran a los recién llegados con caras ansiosas y preocupadas ¿Serán estos los sacrificios? Indudablemente, toda esta gente espera para ver la ejecución y gritar burradas a su Rey. Sus caras pálidas y sus bocas semiabiertas pedían a gritos el asesinato. ¿Por qué estaban tan ansiosos? Los iodanos les responden: luego de una ejecución pública, el Rey tiene por costumbre repartir pan, trozos de carne, vino y otros manjares a los asistentes que se quedan hasta el final, por lo que muchos de los que ahí se encuentran solo vinieron con la esperanza de poder recibir una pequeña ración de alimentos. ¿Pequeña? Quizás para ellos es suficiente para el día. No quieren nada más, solo desean que se realice la ejecución rápidamente para comer y quizás poder llevarse un trozo extra para su familia.

Los despartanos levantan la vista y contemplan el palacio. En las puertas hay siete ancianos sentados frente a la multitud. Calvas la cima de sus cabezas, con escasos pelos desteñidos a los lados y arrugas en todos los rincones de la cara, realmente imponen respeto. Son pocos los que llegan a esta edad. Los soldados que acompañaban a los extranjeros les explican: son los heliadae, los cabezas de las siete tribus. Les indican luego que aquél que lleva una corona y está sentado al medio es el Rey Aión, de la tribu del ave. A su derecha, el anciano al que no se le ven los ojos por lo arrugado de su cara es Amaranto, jefe de la tribu de la flor. Se le apoda “el pétalo eterno” y se dice que tiene más de doscientos años. Las tribus del ave y de la flor son las más poderosas en Iodas. Luego los escoltas señalan al anciano que se encuentra a la izquierda de Aión y que lleva los ojos vendados. Dicen: Es Fedor, heliadae de la tribu de la nube, la más antigua y favorita de Apolo. Es además la tribu a la que pertenecemos. Nuestro líder Fedor, cuyo nombre significa don de los dioses, ha sido bendecido por Apolo, pues le ha regalado el don de ver el futuro: desde que nació, a toda la gente que perciben sus ojos puede decirles como morirán.

Unos hombres vestidos completamente de blanco y con la cara cubierta por un velo se acercan a los despartanos. Preguntan quién es María, y sus compatriotas iodanos le muestran a la joven princesa. Entonces María es llevada al lugar donde están los siete viejos. Frente a ellos hay una mesa ceremonial. Esta mesa es donde se consagran las ejecuciones a los dioses, derramando la sangre de las ofrendas. Sientan a María en la mesa ceremonial, completamente manchada con sangre seca y la atan con unas sogas gruesas, también inmundas. El Rey Aión sonríe, se levanta, le habla al pueblo prometiéndoles paz y abundancia. Luego se vuelve a sentar y da comienzo a la ceremonia. Un par de halcones negros, símbolo de mal presagio, vuelan en círculo sobre la multitud, pero nadie les presta atención. Hexégoras duda. Mario está inquieto. El pueblo está también inquieto: no paran de gritar “Asesínenla” agitando las manos y tocándose los estómagos hambrientos. 

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