jueves, 28 de abril de 2011

Un pueblo perdido (novela) [5]

Índice


V. Las murallas de Iodas.

–Maestro, se lo suplico,
Dígame en este momento mismo,
Cuál es mi desafío.
–Mario –Le responde Lúcides –, alumno mío, ¿Es que acaso no te he enseñado varias veces que el ser imprudente es peligroso?
–Bueno… si maestro,
Disculpe por todo esto,
Sabe que me impaciento
En todo momento.
–Mario, no te preocupes de estos –interrumpe Musia –, ya pronto es hora de dormir y bueno… me preguntaba si no te molestaría que compartiéramos tu tienda pues me he olvidado la mía, ¿qué dices?
–Pues, te la puedo prestar,
Amiga, pues no me verás
Hasta que Apolo, el tenaz,
nazca nuevamente del mar,
en un nuevo despertar.
–Hombre, ¡que infantil eres! –le reprocha Hirión– ¿Acaso no puedes hablar normal? ¡Ares, que desperdicio! Musia, si quieres puedo prestarte mi tienda.
–Bastardo, no me molestes que ahora no estoy de ánimo.

Musia y Herlinda se levantan para ir a sus tiendas. Hirión, resentido, se desquita gritándoles terriblemente a los trillizos, los que lo ignoran y se van. Kasios se queda presumiendo frente a Arlades. Hexégoras se va a dormir al igual que Pedrus. Pero Lúcides se da cuenta que su estudiante y la princesa María se van juntos hacia el río, rápidamente, ocultos bajo el manto de la oscuridad, tapados con el silencio. En la rivera del Menelio, María, en los brazos de su hermano, muestra sus sentimientos y estallan sus lágrimas en tempestad. Se lamenta su desgracia. ¿Por qué había ocultado durante tanto tiempo lo que sus emociones femeninas deseaban con tantas ansias mostrar? Sus sueños incumplidos le pesan enormemente. Mario, henchido de compasión, cálidamente acaricia a su hermana. “¡Qué gran pareja!” piensa Lúcides. Durante meses había encubierto el amor de ambos hermanos, un amor prohibido por los dioses en los que no creían, un amor oculto, un amor del que Selene, la dama de la noche, era cómplice. En la ciudad natal de Lúcides el incesto era algo normal. Pero en Desparta –dicen los ancianos sacerdotes–, Ares Este,  luego de sus amoríos con su hermana Afrodita, la diosa de la belleza, perdió la cabeza al encontrarla con otro Dios, Hefestos, y prohibió a todos sus devotos el Incesto.

Lúcides veía como se amaban ambos hermanos al lado del río y sentía lástima. Su cariño hacia ellos le hizo querer ayudarlos. Pronto sintió que era incapaz de cumplir su misión: no podría entregar a María a esos vengativos Iodanos. Estaba seguro que Mario lucharía contra ellos para librarla del cruel castigo que no merecía y decidió acompañarle a esa misión suicida. Tanta felicidad demostraban en su cara que no pudo pensar en otra cosa que proteger aquél amor amenazado por terminar súbitamente, aunque perdiese su vida intentándolo. No habría marcha atrás. Sin duda, alguno de sus compañeros le ayudaría en tan sincera empresa. Matar para poder amar. No había nada de malo en eso, después de todo, son mercenarios, educados para luchar, entrenados para la guerra, sin conocer otro oficio que el de asesinar. Nunca pensarían en otra solución más cómoda y efectiva. Pero no conocía el sueño de ambos amantes.

Seguramente se opondría a ellos cuando le contasen su plan, un plan para hacer realidad su fantasía. Para lograr la tan anhelada paz que pedía todo el continente, pensaron que no había otro camino que eliminar la causa de todos los conflictos. Y para ellos, esa causa no era otra cosa que los intereses de las ciudades, representados por sus reyes. Al final, los reyes son los verdaderos responsables de que no exista la paz en la Atlántida. Ellos controlan a sus súbditos, los envían a combatir, desvían los recursos producidos por todos para matar a otros y así lograr conseguir un poco más de riqueza y poder al someter otras ciudades, es decir, tener más súbditos y tierras. Querer arrebatar lo que es de otros es ser ambicioso. Ambición, probablemente esa palabra significa necesariamente guerra, muerte, destrucción, sangre y lágrimas. Ambición, ¿Acaso es solo una cualidad humana? Eso no puede ser posible, los Dioses también son ambiciosos, Cronos se comía a sus propios hijos para evitar que por ambición alguno de ellos lo matara a él y le quitasen su poder por sobre todo (suceso que finalmente ocurrió). Y si los hombres pueden ser ambiciosos, entonces los reyes también; sólo basta con que alguno de ellos sea codicioso para que se produzcan guerras. Otros, al contemplar como los demás reyes se vuelven más poderosos a costa de los más débiles, se vuelven igualmente codiciosos. Y hay más guerras. Es un ciclo interminable. Los hombres son peligrosos, pensaban. No podían dejar que gobernasen las ciudades. Debían desaparecer los reyes. No debía ocurrir nunca que un hombre o un grupo de hombres estuviesen por encima de sus iguales. Pero ocurría. Por esto, para que la paz existiese debía dejar de ocurrir. Y esto es lo que planeaban hacer realidad: debían quitarle a todas esas personas el poder, aunque fuera por la fuerza. ¿Noble causa o estúpida forma de ver la realidad?

Fue una noche corta. Fue una noche que pasó veloz. Ambos amantes la pasaron juntos a la orilla del río hasta que los primeros rayos del sol los despertaron, amenazando con revelar su secreto, su amor prohibido. Pronto se separan sin sentir culpa por lo hecho. María se dirige a su carro, mientras que Mario va en busca de su caballo y ordena a sus criados que levanten la tienda. Los otros mercenarios ya están preparándose para partir. Cuando lo ven, lo saludan sin preguntarle donde estaba. Lúcides refleja radiante la felicidad en su cara, quiere pasar estos días, que pueden ser sus últimos, sin rencores. Apolo en lo alto del cielo avisa que ya es hora de ponerse en movimiento. Es otro día para caminar bajo un no tan ardiente sol de invierno. Ya mañana podrán entrar en la enemiga ciudad de Iodas. Mañana será un día decisivo, piensan.

Caminando al lado del río Menelio, el paisaje es monótono. Pocos y pequeños árboles aderezan un camino sin flores. Es invierno, pero eso no importa: en esta región casi no crecen flores. De repente, una rosa solitaria con su brillante color rojo rompe la monotonía. El único lugar donde crecen estas desdichadas flores es en los alrededores de Iodas. Manchadas con la sangre de los visitantes que a lo largo de los años las han tocado, advierten a los extranjeros del peligro que presentan; púas afiladas e infectadas de veneno se entierran en la piel del incauto, de aquél que desee arrancarlas de la tierra que les da vida. Destino eterno, condenadas a vivir solitarias en estos lugares tan aburridos. Viajar en las manos de los visitantes sería una agradable forma de vivir. Y morir. Pero solo se pueden contentar con que algún que otro curioso, de vez en cuando, se acerque a observarlas teniendo mucho cuidado de no tocarlas. Solo en los alrededores de Iodas puedes ver a estas flores tan desgraciadas. Triste y solitaria realidad para las ninfas que las habitan, más aún sabiendo que son el símbolo favorito de una ciudad que no es capaz de recordarlas.

Luego de un largo día de viaje, en el que lo único digno de recordar fue que pudieron observar tres rosas aisladas, los viajeros ven al sol entrando nuevamente en las profundidades del vacío, para dormir otra vez, invitándolos a descansar y soñar. Es la hora del día cuando el cielo trastorna los ojos, mostrando colores apagados, extraños y hermosos. El paisaje se transforma, los árboles se tiñen de melancolía. Al sur unas relucientes moles de piedra blanca gigantescas, brillan reflejando los colores de las bóvedas celestiales, destacando del paisaje general. Los viajeros las observan con timidez. Han llegado a su destino: son las murallas de Iodas.

Sin siquiera imaginar qué es lo que podría ocurrir al día siguiente, los doce mercenarios preparan las tiendas en las que dormirán tranquilamente, quizás por última vez. María una vez más prefiere dormir en su carro, sola. Cuando ya han acabado las tiendas, montan una gran fogata con la poca madera seca que encuentran en los alrededores, encienden fácilmente el fuego y calientan con pequeñas vasijas de cerámica roja sus alimentos. No es más que una especie de pan añejado, hecho de cebada molida, con algunos trozos de los pescados que capturaron durante el día, pero sirve para apaciguar el hambre. Para beber, calientan en otro recipiente de cerámica negra, agua del río. Le echan un polvo seco de trigo molido, con algunos polvillos rojos y se lo beben tibio.

–Me pregunto que alimentos tendrán los iodanos. Un buen jabalí asado con bastante jugo de oliva no me caería para nada mal… ¡Y una cerveza para beber! –Comenta Pedrus con la saliva al aire.
–Ya es suficiente Pedrus –Interrumpe Hexégoras, el general de Desparta –, ahora debemos ponernos de acuerdo sobre un asunto muy serio. Muy bien, Lúcides, tú, como maestro de la joven princesa nieve, ¿No te gustaría decir algo?
–Bueno, Hexégoras, la verdad es que… Siento que no debemos entregar a María tan fácilmente al enemigo…
–¿Pero qué acabas de decir Lúcides? – Comenta impresionado Kasios.
–Lo que acabo de decir es que mi orgullo está muy decepcionado porque hemos aceptado tan fácilmente lo que una ciudad enemiga ha pedido…
–¡No seas idiota, Lúcides! –Interrumpe alterada Musia –¿Acaso tu estúpida historia de anoche no te ha enseñado ya que por idioteces como estas pueden comenzar crueles guerras? Te estimaba creyendo que eras más inteligente, pensé que entenderías la situación. ¿No es cierto mi querido Mario, que evitar la guerra es la mejor opción?
–Bueno, no sé si la mejor,
Pero, ya que no me das opción,
Te diré mi opinión:
No quiero perder a mi hermana,
Aunque intervengan otras almas
Y nos encontremos pronto en batalla.
–Qué infantil eres Mario –Le responde Hirión.
–¡Basta! No podemos estar discutiendo por estas cosas –Hexégoras intenta calmar la discusión que poco a poco se va acalorando –. Es cierto que María es nuestra igual, nuestra compatriota, una mercenaria al igual que todos nosotros. No los culpo por querer protegerla de los enemigos. A mí también me gustaría poder protegerla con mi vida, combatiendo, pues ¿No es sino luchar para lo que servimos? La anciana sabia Medes ya había meditado sobre esto, y decidió que lo mejor para nuestra ciudad es evitar una guerra suicida contra Iodas, pues tendrían como aliada a Ourinto, y nosotros, estaríamos solos luchando en estos momentos en que no hay dinero para combatir. Debemos evitar que sacrifiquen a nuestra compañera: pero si esa es la única forma de evitar una guerra, no queda otra alternativa que aceptarla. De todas formas me gustaría que levantasen la mano los que, en caso de que yo lo ordenara, arriesgarían sus vidas para protegerla de los enemigos que se le abalanzasen cuando nos encontremos dentro de la misma ciudad enemiga.
–Yo me opongo a eso. Aún soy muy joven para desperdiciar mi vida por eso. Primero debo casarme y tener hijos –Habla Musia.

Mario, Lúcides, los trillizos Hio, Jario y Kartes junto a Hexégoras son los que levantan la mano. Son mirados con discordia por los demás que no la levantaron: Kasios, Pedrus, Hirión, Arlades, Musia y su hermana Herlinda. Así como están las cosas parece que están divididos en dos grupos.

–Bueno, es lo que me temía –continúa Hexégoras –. Los que no levantaron la mano estén tranquilos, pues no pienso que sea mejor exponerlos peligrosamente de esta forma. Sin embargo, quiero que tomemos ciertas precauciones. Arlades, quiero que te quedes aquí y que vigiles la salida principal. Si no volvemos luego de doce horas después de haber entrado en Iodas, deberás avisar a Desparta, corriendo veloz con tus pies livianos. Musia y Herlinda buscarán a través de las murallas si hay alguna entrada secreta. Eso es todo.
–General, ¿Para qué va a dejar que ellas se queden afuera vigilando si hay alguna entrada a la ciudad que desconozcamos? –Pregunta Mario.
–Es para evitar que ingresen asesinos de otras ciudades, ¿Acaso tengo que explicarte todo? Cálmate Mario, mañana será un día importante, no pasará nada malo si seguimos las órdenes del Rey. Comprendo tu dolor, pero ya no podemos hacer más.

Claro que se puede, pensaba Mario, debía decirle al general Hexégoras que había que luchar por su hermana, pero ¿Cómo convencerlo? ¿Debía realmente comprometer la vida de tantos por una sola? Pero resulta que si ella moría, entonces no podrían cumplir sus sueños, e igualmente mucha gente seguiría muriendo por culpa de las continuas pólemos (guerras) en el continente. Es mejor que ella siga viviendo hasta que ese sueño se haga realidad. Pero no podía decirle eso, no podía contarle su plan. Hexégoras es un fiel servidor de su padre y no aceptaría tales medidas que atentasen contra su autoridad. ¿Cómo podía convencerle entonces? Parece que de ninguna forma. Era mejor, en estos momentos, quedarse callado y esperar a que recapacitara.

No. En verdad eso es lo que debía pensar. Era un buen hombre. Pese a tener sesenta años, no tenía actualmente descendencia. Sus dos hijos mayores los había perdido por la guerra: Hace veinte años, un grupo cercano a cien soldados despartanos habían sido capturados por el enemigo. Negoció sus regresos a cambio de que él entregara a sus dos soldados más preciados: sus hijos. Nunca más volvió a saber de ellos. La menor, por otro lado, se casó con un reconocido mercenario y se fue a vivir con él. La gente de otra ciudad rival lo asesinó, junto a toda su familia. Las disputas con los enemigos de Desparta le habían quitado a sus hijos. Apolo, con terribles enfermedades, le había despojado de su madre y de su esposa. Pero no quería seguir perdiendo más gente, siempre lo decía. No quería que más familias tuviesen que verse destruidas violentamente por culpa de disputas políticas. Menos aún cuando otros mercenarios mueren indignamente fuera del campo de batalla, sin conocer otro honor que el anonimato. ¿Qué pensaba hacer ahora este hombre? ¿Acaso cumpliría su palabra y protegería la familia de su Rey, o iba a resguardar a cientos de otras familias que se verían afectadas en el caso de una posible guerra? Ninguna alternativa era buena, ninguna le convencía. Escogiese lo que escogiese, iría a traicionar sus principios. Era una difícil decisión para un hombre al que ya pocas cosas le quedaban por perder. Quizás, todo dependería de lo que haga Mario. Miraba al horizonte, veía la muralla de la ciudad enemiga y le aumentaban las dudas. Pensaba entonces que una siesta le haría mejor que seguir especulando en estas cosas. De lo único que estaba seguro es que sería un día largo.


Para leer el siguiente capítulo, pincha acá.

2 comentarios:

  1. Felicitaciones,personalmente me gusto mucho tu historia,creo que a muchas otras personas también les gustaría y la encontrarían interesante sigue así, estaré esperando con ansias el próximo capitulo.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias James, no sabes cuando me alegro. Por otro lado, para que la espera se te haga más grata, te diré: Los capítulos los publico a principio de cada mes, porque estoy elaborándolos todavía ;).

    ResponderEliminar