martes, 27 de septiembre de 2011

Dones

Nunca pude entender porqué me tocó nacer en la Tierra. Menos aún, porqué lo hice en el año 2082 D.C. Ahora, con mis dieciocho años de edad recién cumplidos, me encuentro en un lugar extraño, muy distante y diferente a mi planeta natal.
―¿¡Y porqué estoy yo aquí?!
            Mi voz preocupada no logró alterar a mi madre, la profesora Elmer Eilhaus, quien se encontraba a mi lado escogiendo un diseño para nuestro hogar. “Iniciar teletransportación de nuestro hogar” Dijo, ignorando lo que se había escapado de mi mente. De nuestra nave aparecieron unos rayos amarillentos que, recorriendo todo nuestro alrededor, iban colocando una a una todas las partículas que formaban el hogar que ella escogió, a una velocidad tan extraordinariamente rápida, y con una precisión tan certera, que era imposible seguir el proceso con la vista.
―¿Lo has olvidado?― Respondió la profesora. Mientras se colocaba unos anteojos sin utilidad, continuó hablándome cariñosamente. ―Mi pequeñito, vamos a investigar todo lo que podamos acerca de las criaturas inteligentes que viven en este planeta. ¡Vamos, que son muy hermosas!
            Preparé la cámara de mano y mi pequeño bolso. La profesora solo cogió un sombrero que combinaba con sus lentes y su traje. Salimos de nuestro hogar y entramos a un lugar muy extraño.
            Mientras caminábamos a través del bosque compuesto por excepcionales árboles rojos ―si se les puede llamar árboles a unas sustancias esponjosas que asemejan gases, unidas a la superficie mediante látigos gruesos de color anaranjado―, la atención de las criaturas que veníamos a investigar parecieron centrarse en nosotros. “BBBAAABBBBPP”, sonidos sin sentido se escuchaban a nuestro alrededor, casi como el aire cuando escapa lentamente de algún globo. La profesora se arreglaba el cabello para lucir mejor ante ellos.
―¡No son para nada hermosos! ―Dije― ¿Cómo los llamarás?
―Elmerias, en mi honor.
            Comencé a describir su forma, mientras los grababa con mi cámara:
―Los Elmerias, llamados así en honor a la profesora Elmer Eilhaus―Ella sonríe cuando la grabo―, son estas criaturas que curiosean a nuestro alrededor… Si es que tienen piel, esta es transparente, y podemos ver todo lo que tienen en su interior: líquidos azules y grises dando vueltas y mezclándose en una masa gris, con una textura semejante a la del cerebro humano…―La profesora me interrumpe, quitándome la cámara.
―¡Qué aburrido eres hijo! Déjame a mí… Miren, aquí estoy tocando un Elmeria, ¡Se siente igual que acariciar un gatito! Hijo, ¿crees que tengan pelos?
―¡Mamá, quiero decir profesora, no me grabes…!
―Vaya, estos amiguitos parecen cubos de hielo, ¡Mira qué fríos son! … ¡Oh! Lo olvidaba, creo que no tienen ojos… Es que no se los veo por ningún lado… En realidad, creo que no tienen cara…
Mientras la doctora seguía jugueteando con la cámara, yo recolectaba información acerca de ellos con distintos aparejos. Descubrí que tienen un mecanismo similar a la vista humana, pero que en vez de captar la luz, sólo perciben el calor que emite cada objeto. En este frío planeta, nuestros calientes cuerpos debieron llamar su atención inmediatamente.
Luego de algunas horas, volvimos a nuestro hogar. Desde la tierra trajimos ―con la máquina teletransportadora― unos trajes que aislaban el calor emitido por nuestro cuerpo. Es decir, con estos trajes nos hacíamos invisibles a los ojos de los Elmerias, para así poder observar su vida diaria tranquilamente.
―Son hermosos los Elmeria, ¿por qué los detestas tanto? ―Me dijo la profesora.
―No los detesto ―Le respondí―. Solo quiero terminar rápido con la investigación para cobrar mi sueldo, mis “dones”.
―Creo que no entiendes todavía qué son los “dones”.
―¡Da igual! ¡Ya averiguaré para qué sirven una vez que los tenga!
―Los “dones” son capaces de darte la máxima satisfacción como persona.
            En ese momento no pude comprender lo que mi madre intentaba decirme con esa frase, solo me enojé y salí a continuar con la investigación. ¿La máxima satisfacción? Diciendo tales cosas solo despierta más mi curiosidad. ¿Y si en realidad no sirven para nada? Eso no puede ser posible.
            La humanidad vive despreocupada, en una torre gigantesca ubicada en medio del Sahara. Con la tecnología que ha creado, es capaz de proveerse todo lo que necesite o quiera de forma automática y gratuita. Además, pueden hacer lo que les venga en gana, pues las reglas son pocas y no muy restrictivas (las más importantes son: la población del mundo se debe mantener constante; respetar los tratados intergalácticos; todos los servicios de la humanidad solo sirven dentro del planeta tierra).
            Aún así, los gobernantes de la tierra necesitan que la gente haga algunas cosas por ellos, es decir, “que trabajen”. Estos trabajos son voluntarios, el que quiere puede hacerlos, recibiendo como recompensa “dones”, aunque no sé todavía para qué sirven. Algunos trabajos son: creación de nuevos objetos que puedan elaborarse con la máquina teletransportadora; medicina; descubrimientos científicos; desarrollo de nuevas tecnologías y exploración del universo. Precisamente es este último el que estamos haciendo.
―Así que su principal Dios es uno que personifica la oscuridad, y le temen a una deidad que representa la estrella que les brinda luz. Es contradictorio.
La profesora, a pesar de todo, es una buena investigadora. En un mes ya habíamos registrado todos los accidentes geográficos del planeta, la mayoría de las especies vivas y estábamos a punto de descubrir cómo se comunican los Elmerias.
―Profesora, ¿por qué no podemos intervenir en este mundo? Miles de Elmerias se mueren todos los días por la falta de alimentos, las enfermedades, las guerras y desastres naturales. Si pudiéramos regalarles tan solo un poco de nuestra tecnología...
―Es por el tratado intergaláctico que firmó la humanidad―me interrumpió―, tenemos que respetarlo. En su artículo número 7 dice: “Ninguna raza firmante podrá, bajo ninguna circunstancia, intervenir en los asuntos de los planetas donde se desconozca como viajar a través de las estrellas, salvo permisos otorgados por el consejo intergaláctico”.
―¡¿Y cómo se consiguen esos permisos, profesora?!
―Es secreto.
            “Maldición, esos tratados están muy mal hechos”, pensé frustrado. Es la primera vez que no puedo hacer algo que de verdad deseaba hacer: ayudar a los Elmerias. Pero debíamos seguir con la investigación
Un par de semanas después ya habíamos descifrado su lenguaje. Llaman al planeta en el que viven “BBBAABB” o “AMMAKAA”. De los detalles de sus diferentes sociedades, ya conocíamos lo más importante. Comparándolo con la tierra, ellos todavía viven en la prehistoria: conocían el fuego, algunas técnicas para cazar a otros “animales”, pero nada parecido a nuestra “agricultura”. Llevan una vida muy dura en un planeta que rápidamente se iba desertificando, mientras muchos animales se extinguían. Como consecuencia de esto, cada día se les hacía más difícil cazar y conseguir alimentos, lo que acarreaba el hambre, las enfermedades provocadas por la desnutrición y las luchas por el derecho a cazar en ciertas partes.
―Profesora, ya sabemos que la desertificación se está produciendo por la gran cantidad de erupciones volcánicas en estos últimos años, los cuales han liberado tanto dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, que el planeta se está calentando rápidamente.
―Hijo, no podemos hacer nada, entiende. Esas son las reglas que debemos seguir.
            Odié las reglas. Pero a pesar de eso, terminé con la investigación. Al mes siguiente ya estábamos en la Tierra. Inmediatamente me dirigí a conversar con los gobernantes de la humanidad, quienes estaban muy conformes con los datos que les habíamos aportado. Entré en una gran habitación ubicada en el primer piso de la gran torre del Sahara. El presidente, con una gran sonrisa en su cara, me dijo:
―¡Muchas gracias por su esfuerzo! Los recompensaremos a usted y a su mamá con dos dones. Cada don le permite lo siguiente, escoja: un cargo como gobernante de la humanidad; la aprobación para tener un hijo; regalárselo a otra persona o solicitar un permiso especial otorgado por el concejo intergaláctico
            Miré a mi malvada madre, que sonreía maliciosamente. No lo podía creer. Inmediatamente le respondí al presidente, sin pensarlo dos veces:
―¿Podemos intervenir en el planeta que investigamos, para acabar con el calentamiento global?
―Déjeme consultarlo…
            ¡Ah! Mi maligna madre, por fin comprendí lo que me quiso decir: en una sociedad como la nuestra, donde yo tengo todo lo que puedo querer y gratis, poder compartir esto con los demás es “la máxima satisfacción como persona”. No es algo parecido al dinero, pues no lo necesitamos. Ni tampoco una satisfacción egoísta. Es una felicidad inexplicable, que solo se puede conseguir al salirse de las reglas, para compartir cosas que pueden parecernos insignificantes, como por ejemplo comida o herramientas. Pero siempre hay otros a los que esas cosas pueden serle muy útiles.
El presidente, luego de conversar con un miembro del concejo intergaláctico, me respondió contento: “¡Te han concedido el permiso especial!”. Descubrí que puedo llorar.
―¡Profes… Mamá! Por fin sé para qué sirven los dones. ¡Para compartirlos!


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