lunes, 1 de agosto de 2011

Un pueblo perdido (novela) [9]


IX. Juramentos y palabras que encadenan

Mario observa a una distancia no mayor a diez metros, la figura conocida de una persona que no reconoce. Extraña a su maestro, su decidido y valeroso maestro; la sombra que se ve es la de un hombre abatido y que ya no siente deseos de empuñar la espada. Pero comprende las cosas que está pensando.

Hace varios años que Lúcides llegó a Desparta, acompañado de su padre, anciano ya. Cuando entraron en la ciudad no solo tenían la esperanza de recuperar el honor. La madre de Lúcides se había quedado en Cartenas. Es hija de una familia aristocrática, y por eso, la deshonra que sufrió su marido no podía ignorarla, así que simplemente se olvidó por completo de él, y de su hijo, preocupada por mantener su estatus privilegiado.

¿Por qué aquella mujer abandonó tan fácilmente a su familia? ¿Acaso no amaba al padre de Lúcides?  Desde luego que lo amaba, lo amaba más que a toda su familia. Pero, en la región de los Menélicos hay solo una cosa más importante que el amor: “El honor”. ¿Lo abandonó por honor? ¡Si! ¡Por honor! Algo había hecho su marido que amenazó con esto.

En Cartenas, toda la actividad intelectual empuja a los hombres a enfrascarse en disputas políticas que no llevan a ninguna parte. ¡Los cartenienses hablan demasiado! Y, a menudo, cosas que en realidad solo tienen importancia en sus ideales inalcanzables. Hay, en general, dos tendencias políticas: la de los demócratas, quienes profesan la voluntad superior de las masas como única fuerza capaz de dominar a los hombres; y la de los aristócratas, quienes creen que los mejores son los que deben gobernar a los demás.

El padre de Lúcides es un idealista aristocrático, hijo de una familia aristocrática, con una esposa de linaje también aristócrata. Dentro de sus escritos había ideas que los demócratas consideraban muy dañinas, así que tramaron algo en su contra, para destruirlo políticamente.

El séptimo día de la primavera, en un templo de Atenea-Este, Apareció una figura de la diosa decapitada. Todas las evidencias –preparadas por sus adversarios–, dejaban como único sospechoso al padre de Lúcides y se ganó así el odio del populacho ignorante. Por esta razón, la asamblea ciudadana –que no es más que una junta de gente alborotada, habladora, con el único fin de discutir durante horas– decidió por unanimidad desterrarlo, mal hábito entre los cartenienses. Había perdido ya todo el honor y la credibilidad, era solo el recuerdo de una persona influyente dentro de la esfera política, cuando su esposa decidió abandonarle a él y a su hijo. Pero nunca desearon vengarse de los que habían destruido su reputación.

Es por esto que llegaron ambos a Desparta solo teniéndose a ellos mismos y buscando recuperar todo lo perdido. ¿Por qué en Desparta los aceptaron tan fácilmente? Lórnides, el Rey, era un gran admirador de los escritos hechos por el padre de Lúcides, así que cuando supo lo del destierro, cabalgó vezlos en su caballo a pedirle, personalmente, que viniera a vivir en Desparta.

Lúcides era por entonces joven, pero parecía preparado para la guerra, así que entró a la institución del irenado para convertirse en un mercenario. La instrucción dura generalmente doce años, pero él, por poseer ya conocimientos militares, lo completó en un par de años. Únicamente le faltaba la prueba final para aprobar.

Luego que Lúcides volviera de la prueba en la que se enfrentó por vez primera con Anastasio, encontró a su padre muy enfermo. Juntó todo el dinero que había conseguido para pagar a un médico. Pero la medicina que lo mantenía con vida –traída desde Libia–, era muy costosa. Lúcides entonces cayó en la cuenta que debía trabajar arduo para pagarla.

Cuando conoció a Anastasio, vio en él una determinación gigantesca que le permitía no temer a la muerte. ¿Qué le daba esa determinación? Lúcides no lo había logrado comprender, pero sabía que era su obligación encontrar una motivación propia. Ahora, mientras veía que su padre seguía con vida, creyó que ya la había encontrado: debía luchar y vivir para poder pagar todo el costoso tratamiento.

Así, consiguió pronto un nuevo contrato. Un avaricioso rey de Marianolis, ciudad ubicada en la Mesótica, le encomendaba una difícil misión: capturar al monarca de Elísea, ciudadela de la misma región, henchida de riquezas. Para llegar ahí, solo necesitaba cruzar el río módico, lo único que separa a ambos asentamientos. Junto a otros seis mercenarios despartanos, se infiltraron en Elísea a medianoche y cogieron al objetivo mientras dormía placenteramente.

El rey de Marianolis fijó un suculento rescate, pero al ver que la desconsolada reina de Elísea fácilmente había conseguido pagarlo, dobló el precio enseguida. Al final, la desgraciada mujer tuvo que pagar veinte veces el costo inicial del rescate para abrazar a su marido otra vez.

A todo esto, se cuenta que, mientras estaba cautivo, al rey le cortaron su miembro masculino. La razón de esto es la siguiente: la pareja real de Elísea era joven y no había podido tener un hijo varón antes del secuestro –pero sí a dos niñas–. Luego del secuestro, la reina no pudo dar a luz ningún otro hijo. Se le veía amargada, y ocurre que un día, según dicen las lenguas sueltas, la encontraron con otro hombre en su cama real. El rey la mandó a matar enseguida. Pero como no se volvió a casar, con su muerte se perdió el linaje, ocasionando una guerra civil por la sucesión al trono.

Lúcides nunca estuvo de acuerdo en este tipo de misiones; Marianolis necesitaba dinero, pero estos actos cobardes no eran un medio válido para conseguir más fondos. A pesar de eso, si le pagaban por hacer algo, no diría nada. O por lo menos, mientras el dinero por estas misiones fuera suficiente para mantener con vida a su padre. Al mes, la salud del viejo empeoró. Ya no se veía que el tratamiento fuera eficiente, al contrario, solo era un gasto en vano. Así que su padre, con voz temblorosa y débil le susurró:

–Hijo mío. Ya sé que todo lo que haces es por mi bien. Pero no creo que asesinar a otros solo para pagarme un médico, sea la mejor solución. ¿Por qué luchas? Si la respuesta es “por dinero”, entonces me defraudas enormemente. Debes buscar otra motivación para luchar. Cuando lo haces, dañas a otras personas y eso es malo; pero, hay ocasiones en las que es bueno asesinar a los demás. Debes ser un hombre de bien, y jurar honradamente que lucharás solo cuando es necesario… Yo ya estoy viejo, he vivido suficiente y siento que la vitalidad se desparrama fuera de mi cuerpo. Ya no soy un hombre útil. ¿Por qué sigues pagando el tratamiento de alguien así?

Lúcides no le respondió. Por entonces desconfiaba de las palabras de su padre, pero le hizo caso y dejó de pagarle al médico. Dos días después lo volvieron a contratar y partió esa misma tarde, despidiéndose de su padre con lágrimas en los ojos, y suplicando que estuviera vivo para cuando volviese.

Su jefe de turno era un adinerado habitante de Centrópolis –ciudad ubicada en la región del Lorio, a orillas del Lago Hekuku–, llamado Hercunámelos, hombre de negocios, como muchos de esa región. Solo tenía un interés en la vida: ser cada vez más asquerosamente rico. Y no le importaba el medio utilizado para conseguir más dinero.

Con un ejército de hombres de las montañas, mal pagados, pobremente equipados y liderados por Lúcides, atacaron y saquearon Villa Onata. Esta villa es solo una pequeña localidad de pescadores que viven también al lado del Lago Hekuku, sin defensas sólidas –sólo una estacada de madera delimita el perímetro de la villa– y protegida por una milicia improvisada, compuesta por los mismos pescadores. Lúcides no pudo nunca perdonar a su señor Hercunámelos por esta acción tan codiciosa, e incluso discutió con él cuando decidió tomar cautivas a todas las mujeres y venderlas (por supuesto, luego de violar a todas y cada una de ellas, incluso a las menores). Cuando Lúcides vio que al protestar por esta acción se le amotinó todo su ejército, decidió renunciar y volver a Desparta.

Cuando se encontraba en la ciudad de Tibas –ubicada junto al río Menelio, en los Menélicos–, decidió dar media vuelta y frenar a su malvado antiguo jefe. A Lúcides le dolió no haberlo detenido inmediatamente, y recordó las palabras de su padre. Ahora sentía que él tenía razón. Matar a ese ejército que solo ocasiona sufrimiento está bien. En Tibas, Lúcides se enteró que Hercunámelos había asaltado y saqueado Villa Rena, otra aldea similar a Villa Onata. Villa Rena está ubicada donde el río menelio desemboca en el lago Hekuku. Y subiendo por el mismo río, en dirección poniente, se encuentra Villa Lulbia: ese debía ser su siguiente destino.

El río Menelio es gigantesco: nace en la cordillera de los karkanelos. Atraviesa primero una selva, llamada “Selva de Thron”, bastante florida, de difícil acceso y habitada por extraños seres con forma parecida a la humana. Ahí, el río es torrentoso, gigantesco y se divide en varios riachuelos que terminan volviendo a su cauce principal. Cuando sale de la “Selva de Thron”, ya es más pequeño, pero su caudal sigue siendo impresionante. Entonces, cerca de Villa Lulbia se divide en dos partes: la más grande se dirige hacia el este, directo al lago Hekuku; la otra parte, más pequeña, atraviesa la llanura de los Menélicos con dirección sur, y después de un largo recorrido, desemboca en el mar.

Lúcides salió cabalgando veloz después de medianoche, subiendo por el río Menelio con destino a Villa Lulbia, y con una nueva motivación: luchar o morir por hacerle un bien a la gente de esa pequeña localidad. Llegó dos días después, antes que despuntara el alba, y casi sin haber dormido. Apenas amaneció, alertó a todos los villanos del inminente ataque. Cundió el pánico, las mujeres y niños corrieron asustadas a esconderse en una cueva secreta cercana al río, mientras los hombres se preparaban para defenderse. Lúcides, por ser despartano, gozaba de buena fama entre esa gente, así que fue él quien organizó todo. Al atardecer ya habían construido una pequeña pero útil empalizada y se encontraban prestos para entablar una dura resistencia. En la noche pudieron observar arder fuera de la villa las fogatas del ejército comandado ahora por el mismo Hercunámelos.

Al otro día, Lúcides, al frente de una milicia pobremente equipada, ya estaba preparado para encarar al hombre que anteriormente lo había contratado. Poca esperanza de ganar tenía esa gente neófita en la guerra. Pero resulta que entre sus filas había un valiente despartano, uno que luchaba heroicamente, provocando el miedo a sus enemigos. Gracias a él, pudieron mantener el coraje y pronto dieron vuelta la situación: los invasores temerosos de enfrentarse a Lúcides iban retrocediendo, mientras cedían ante el empuje de los pocos defensores que quedaban.

Hercunámelos no podía permitir esta humillación, y poniéndose al frente de su ejército volvió a embestir con fuerza, chocando contra la empalizada. Ahí, en la puerta, vio a Lúcides matando desenfrenadamente y fue a entablarle combate. Murió inmediatamente, como un soldado más, y de una forma estúpida: Lúcides arrojó una cuchilla a cualquier parte y esta le atravesó el cuello.

Al ver que no tenían oportunidad, lo que quedaba del ejército invasor echó a correr al poco tiempo, dándole la victoria a los villanos de Lulbia, quienes aclamaban a Lúcides como su salvador. Con esto, por fin entendió lo que su padre le quería decir. Estaba contento por la victoria como nunca antes, henchido su corazón de compasión y dicha.

Los villanos, que no podían esconder su agradecimiento, cantaban himnos a su héroe, y las jovencitas más hermosas se peleaban por ser su esposa. Finalmente, el jefe de la villa le ofreció en matrimonio a su hija Koré, muchacha joven de escultórica belleza. Lúcides aceptó encantado y feliz. Al día siguiente, en una hermosa ceremonia, se casaron.

Lúcides tenía muchas cosas que decirle al viejo que había dejado en casa: “¡Padre, por fin he comprendido tu mensaje! ¡Aceptaré desde ahora, con gusto, cumplir con tu petición! ¡Juraré cumplirla hasta mi muerte!” Quería además mostrarle a su hermosa nuera, para que los enalteciera y vivieran felices, juntos. Deseaba, por último, que alcanzara  a ver crecer a los nietos de su único hijo, y que envejeciera rodeado de este ambiente familiar.

Por esta razón, partió inmediatamente con destino a Desparta. Llegó al atardecer del noveno día de viaje, pero ya era tarde. Su padre había fallecido en la mañana. Se arrodilló, y llorando sobre su cadáver, juró cumplir siempre su promesa: “lucharé siempre por eliminar del corazón de las personas, el dolor”.

En Iodas, trece años después, se encontraban frente a frente dos hombres bajo una lluvia débil. El destino quiso que siempre fuesen enemigos. No podían ser amigos, se lo impedían sus diferentes promesas. La una, deja como obligación a Anastasio luchar hasta la muerte por proteger lo que ama; la otra, tiene como consecuencia que Lúcides se postre frente a su enemigo, porque ya no tiene motivos para luchar.

Pero en este juego de palabras compromisorias hay un tercer participante: Mario. Comprende las razones de su maestro, pero le añade algo nuevo; un sueño, un objetivo. Junto a su hermana, prometieron hacer lo que sea para acabar con las guerras en toda la Atlántida. O mejor dicho, menguarlas para terminar con el sufrimiento de todos. Por esto, Mario no puede permitirse morir, ni tampoco dejará que su hermana lo haga.

Mario no quiere ver a su maestro muerto. Él le ha enseñado mucho, y le tiene cariño. Pero ahora lo ve de cuclillas bajo la lluvia, haciendo frente a un enemigo que no quiere enfrentar. Sabe ya que Lúcides morirá a manos de Anastasio, y no es capaz de intervenir, solo por seguir las órdenes de su general Hexégoras. ¿Pero acaso no desobedecería sin dudar si fuese su hermana la que estuviera en peligro? ¡Ah! ¡No se atreve a salvar a su maestro! Lo ve tan extraño, tan diferente, que ya no lo reconoce.

Deja de llover. Lúcides sacude el cuerpo y dirige la mirada a su adversario, preguntando:

–¿Anastasio, alguna vez has amado a alguna mujer?
–¿Por qué preguntas eso?
–Solo por curiosidad.
–Sí, una vez…
–¿Cómo se llamaba?
–Es que… Nunca supe su nombre.
–¿No? ¡Vaya que desafortunado! ¿Y cómo la conociste?
–Luego de que nos enfrentáramos por primera vez. Ella se dio cuenta que yo estaba vivo, y me cuidó con mucho cariño. Era muy hermosa… Esos días en su hogar, siendo cuidado por ella, han sido los mejores de mi vida. Solo verla dar vueltas atareada por su casa me ponía muy contento.
–¡Vaya que afortunado!
–No soy afortunado.
–¿Por qué no?
–Pues… pensaba decirle que la amaba, quería que se viniera conmigo a Iodas. Pero no era posible. Ya tenía marido.
–¡Oh! Ya veo. Creo que te entiendo. ¿Y alguna vez has odiado?
–Aún no entiendo el sentido de estas preguntas tan íntimas.
–Veo cercana la hora de nuestra muerte. Yo solo quería que fuésemos amigos aunque sea una vez en la vida.

Anastasio sonríe a su viejo enemigo, luego baja la vista y observa un charco de agua a sus pies. Su cara se refleja en ella. Sin apartar la vista dice:

–Solo he odiado a un hombre en toda mi vida: mi verdadero padre. ¡Maldito! ¡Desgraciado! Cuanto lo detesto. Es un imbécil. Pero, ¿sabes? Yo me veo exactamente igual a él. ¡Odio eso! ¡Odio ver mi reflejo en el agua! ¡Odio ser tan distinto a todos los de mi ciudad! ¿Por qué no pude haber nacido aquí? ¡Odio ser extranjero y adoptado!
–Anastasio, cálmate un poco. Imagina que yo soy tu padre, ¿puedes hacerlo? Quiero que te desahogues, inmediatamente.
–¿Qué?
–¡Hazlo, mátame!
–¡No!
–¡Que sí! Imagina que ya no somos amigos y hazme ese favor, ¿vale?
–Como amigo no sirves… eres extraño.

Ambos ríen a carcajadas. Entonces Anastasio levanta su espada dorada y la entierra en el centro del pecho de Lúcides. En ese mismo instante Mario, avanzando lentamente, logra colocarse en frente de Anastasio, amenazándolo con su arma.
–¿Quién eres tú? –Pregunta el iodano.
–Soy Mario, un despartano corriente,
Que desea fervientemente
Lograr lo que ha jurado cumplir:
Hacer feliz a toda la gente.
Y tú eres solo un obstáculo.
–¿Qué demonios?

Mario golpea con su mazo a Anastasio, y descubre que en realidad era más débil de lo que imaginaba. Pero ajeno a todo esto, Lúcides, en su lecho de muerte solo dice:

–Padre, ¿he cumplido mi promesa? He procurado no dañar a nadie si no es para proteger a otros. Pero realmente no sé si lo he logrado. Por favor, padre, dime, ¿he cumplido? Creo que te fallé, no luchaba por nadie, solo por mí.
–Te equivocas Lúcides, luchabas por tu ciudad Desparta. Estamos en guerra con Iodas, ¡debes defender a tus conciudadanos matando a los enemigos! Has sido un estúpido. ¿Acaso por eso siempre dudas antes de atacar, maestro? Te has dejado confundir por tu juramento, y este te han encadenado a un solo camino: morir. Ya nunca podrás volver a hacer el bien. Ya nunca más.
–Tienes razón, Mario. He sido un estúpido. Pero he mantenido mi palabra –Lúcides cerró sus ojos para abrirlos en el otro mundo y reencontrarse con su padre, libre de toda culpa.


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