miércoles, 31 de agosto de 2011

Un pueblo perdido (novela) [10]


X. ¡Huída!

Así que de esta forma afrontan una guerra los hijos de Iodas. Son unos maricas.

Ante el descabellado comentario soltado por el menor de los trillizos, Kartes, los telquines no reaccionan; las miradas provocadoras no funcionan tampoco, solo se quedan quietos.

¿Qué esperan? Vuelve a incordiar el aburrido despartano.

El sol juega a ocultarse tras las nubes, y estas anuncian que seguirá lloviendo. Apolo, el Dios del sol en Iodas, es llamado en otros lugares Helios. Pero está claro que no quiere involucrarse hoy en los asuntos de los mortales.

–¿Qué haremos ahora? –Pregunta inquieto Hirión a Hexégoras.
–¡Ustedes no harán nada! Se quedarán ahí hasta que nosotros les digamos. –Responde un iodano que lleva en su collar, la figura de una nube, Gregorio.
–¡Va! Nos quieren matar de aburrimiento.

Tras la broma sin gracia de Pedrus, las ardientes miradas inundan el lugar de rabia. No tarda en dejarse sentir un sonido profundo y distante, viniendo de todas direcciones y acercándose lentamente. Los ecos retumban en los oídos de los despartanos como una canción conocida –la sed de acción, el camino directo al hades, el eco de los aún vivos–. Se asustan. ¿Qué ocurrirá ahora?

Iodanos y extranjeros se ponen en guardia al mismo tiempo. Hirión tensa su arco y coloca una flecha justo frente a sus ojos, apuntando directamente a un iodano que también tiene el arco armado. Dispara el despartano un segundo antes que su enemigo, y observa como ambas flechas chocan en el aire, luego, todo oscuro y el sonido de algo golpeando cerca de su nariz.

“¡Despierta Hirión!” Le dice Mario, apartándole de la cara un escudo pequeño. Hirión no puede creer que Mario, su rival, le haya salvado la vida. En otra parte, ya se disponían los trillizos a atacar, cuando Hexégoras pronuncia la estremecedora orden:

–¡Huída!

Pese a las quejas de los trillizos, todos echan a correr a gran velocidad y son perseguidos muy de cerca por sus enemigos. Gregorio, el telquín de la aldea de la nube, es capaz de cargar y disparar su arco mientras corre, así que para esquivarlo Hexégoras ordena correr en zig-zag. Son rápidos, tanto como un caballo, y en un par de minutos llegan a un mercado que apesta a soledad; solo gallinas y cerdos transitan asustadizos por las antes concurridas calles. Perderse en las tiendas hace más fácil esquivar las flechas certeras de Gregorio. Al único que no le preocupa esto es a Mario: protegida está siempre su espalda por el inmenso escudo que parece caparazón, regalo de su padre. Hexégoras, Pedrus y Kasios pronto lo imitan, colgando sus propios escudos al cuello para proteger la parte superior de sus espaldas.

Luego de atravesar varias calles estrechas, llegan a la gigantesca avenida que atravesaron al entrar, la otra cara de la ciudad: las calles de la libertad, infinidad de fragancias que denotan una gran variedad de flores y plantas. Al fondo, se divisa tenuemente las murallas, y la salida. Pero en este lugar sí hay gente, cortando el camino.

Al frente de los despartanos, aparece una fila de lanceros bien organizados, con sus lanzas apuntando hacia los extranjeros. A los lados, la caballería siempre imponente y noble. Es un suicidio luchar solos a pié contra ellos. En los tejados de los templos y los edificios públicos, decenas de arqueros y hostigadores esperan pacientes el momento para dejar caer una lluvia de desesperación sobre sus enemigos. ¿Y atrás? Los telquines, la élite de Iodas. Los despartanos están rodeados.

Hexégoras lamenta en su mente haber llegado a esta situación. “Creo que por mucho que queramos evitarla, la guerra, ese visitante ingrato, siempre tocará a nuestra puerta, frente a nuestras narices, incordiándonos en el peor momento. Pero no sin antes dar aviso de su llegada. Debo ser un tonto por creer que nuestros esfuerzos tendrían frutos, somos mercenarios, hechos para la guerra, no la paz. Debo ser un ciego para no darme cuenta que la guerra venía a visitarme nuevamente”. Fue lo último que pudo pensar, antes de que su razón cediera a la locura del momento.

–¡Les vamos a dar la última oportunidad de salir con vida, pero solo si entregan a esa mujer de pelo desteñido! –El general iodano les habla con un tono severo.

La princesa nieve se esconde tras un iracundo Hexégoras. Mario se agacha y ríe. Luego, en un rápido movimiento se levanta y arroja una piedra grande hacia el techo de un edificio donde había varios arqueros. Los que estaban en los otros edificios sueltan una tormenta de proyectiles directamente hacia el despartano. Mario, aparte de su conocido escudo-caparazón en la espalda, lleva otros dos más pequeños, uno en cada brazo, coraza protegiéndole el pecho y grebas para la parte baja de las piernas. Al agacharse nuevamente se transforma en una tortuga, y todas las flechas chocan contra sus defensas sin hacerle daño.

–¿Van a seguir escondiéndose tras un ejército numeroso, aparentando valentía? Vengan hacia nosotros, ¡A ver si se atreven!
–¡Mario! –le gritan todos los demás, pero, al ver como se acercan oleadas de enemigos, no les queda más remedio que tragar saliva, y sacar de cualquier parte el valor necesario para pelear.
–Qué cabrón eres Mario, nos agradas –los trillizos están entusiasmados.

Miles de iodanos rodean a los intrusos, aunque por sus caras pálidas es fácil adivinar que tienen miedo a dar el primer golpe. Los despartanos, manchados ya con sangre, gimiendo de cansancio y desafiándolos con la mirada, tienen un aspecto terrible. Parecen bestias, no deben ser humanos. Los telquines tienen precaución con ellos. Gregorio toma la palabra:

–Así que te crees muy…
–¡El camino más corto para llegar a las murallas es una línea recta! –Mario interrumpe al iodano, mientras se lanzaba de frente a combatir, en dirección a los enemigos que quedaban en medio del camino a las murallas. Sus compañeros inmediatamente le siguen, sin miedo. Ya no les quedaba otra alternativa.

Mario no tuvo problemas en atravesar las lanzas enemigas a salvo y chocar contra una pared humana, hecha de carne y bronce fundido. Con su mazo tortuga fue haciéndose espacio para pasar, lanzando lejos a sus adversarios, hasta que por miedo y descontrol, empezaron a ceder, dejándole un camino por el que pasó corriendo veloz junto a los otros despartanos.

–¡Idiotas! ¡¿Por qué los dejan pasar?! ¡Arqueros! ¡¿Qué esperan idiotas?! ¡¿Son idiotas?! ¡Disparen ya! ¡Jinetes deténganse! ¡No los sigan idiotas, o les caerán los proyectiles encima!

Los despartanos, más veloces que un águila, estaban llegando al pórtico, la entrada de la muralla –recordemos, es un oscuro y largo túnel–, cuando la nube de flechas, jabalinas y otros objetos arrojadizos llegó hasta donde ellos. Todos corren lo más rápido que pueden, sin mirar a quien tienen a su lado. Igual que la lluvia, suena la terrible melodía de la guerra: objetos golpeando contra las piedras, el piso, la madera de los escudos o el bronce de sus trajes. –¡Ah! –Un grito masculino, lleno de dolor, se deja sentir mientras entran al pórtico.

–¡Mierda, cuidado con los guardi… ah! –Sonidos de metales golpeando entre ellos, algunos proyectiles rebanando el aire comprimido, los miembros amputados cayendo al suelo y la sangre derramándose en todas partes, en una oscuridad casi completa.
–Espada de la…
–¡Ah!       
–Uuuhuuhuuu.
–¡Mi brazo! ¡Mi pierna! ¡Migggg…
–¡Muere cabrón!
–¡Ooojjjaaalejjj!
–Duele ¡No!
–¡Brrrr laaa!
–¡Salí!
–¡Me dieron!
–¡Donde están!

Los gritos desgarradores y otras expresiones parecidas, confundiéndose en la oscuridad con los demás sonidos, no permiten saber nada de lo que ocurre ahí dentro.


Mario, mientras corría, sintió golpear en su caparazón trasero varios proyectiles, y unas cuantas espadas chocaron sus escudos laterales, pero siguió su camino hasta que la brillante luz de la salida cegó sus ojos, los cerró, tropezó y cayó afuera dando tumbos.

–¡Donde está Hexégoras!
–¡¿Queda alguien más adentro?!
–¡Hey háblennos!
–Cállate, ¡tranquilízate!

De pronto aparece en la salida Pedrus con la boca cubierta de sangre:

–Corran, soy el último que quedó dentro. ¡Corran antes que sea demasiado tarde!

Pedrus cae de bruces en el piso. En su espalda  tenía clavada una espada despartana y dos proyectiles. Una flecha perdida pasa silbando al lado de María. Se ponen a correr desesperadamente y aguantando las ganas de llorar. Quienes se salvaron son María, Mario e Hirión. Los trillizos, decepcionados, los siguen de cerca.

–¿Arlades?
–¡Mario! ¡Este no es momento de preocuparse de gente que no está aquí!
–¡Mira hacia el frente, María!

Ahí está Arlades, con su expresión siempre silenciosa, pasando desapercibido, confundiéndose con la naturaleza. En ambas manos sujeta las cuerdas que atan los caballos de todos sus compañeros.

–¿Qué ocurrió con Hexégoras?, ¿Qué pasó con Lúcides?, ¿Dónde está Pedrus? ¿Y Kasios? –Pregunta.

Los despartanos miran hacia el horizonte. Todo tranquilo.

–Ya no están.

Un poco más lejos, se dieron cuenta que los iodanos no se atreven a salir fuera de sus murallas –o por lo menos, no por ahora–. Cabalgan despacio, bajo el crepúsculo de una tarde lluviosa.

–Esto es solo culpa mía.
–No, mía.

Todos miran a María; La princesa Nieve oculta su cara con las manos, llorando.

–No sean estúpidos –dice Hirión–, la misión no fue un éxito, pero tampoco un fracaso. Cuando comenzamos a entrenar para convertirnos en mercenarios, supimos que en algún momento perderíamos nuestras vidas por alguna misión. No nos desanimemos por sus muertes. Además, morir por la patria, ¡Es un gran honor! Ellos se sacrificaron para que nosotros permanezcamos vivos, y llevemos la terrible noticia a Desparta: No se olviden que la guerra ha comenzado.
–Olvidas algo –Dice Mario–, deberíamos sentirnos orgullosos por haber sobrevivido. Ya hemos probado la fuerza de nuestros enemigos, y no son tan fuertes. ¡Les hicimos mucho daño hoy a esos debiluchos!
–Mario –Le responde Arlades–, acuérdate que debemos honrar a los que cayeron. Su vida ya se ha ido al otro mundo para nunca regresar. Apenas llegues a Desparta, deberás apagar la vela de tu maestro, que está en el templo de Ares-Este. Ya sabes que si no haces eso, su alma seguirá sufriendo aquí en el mundo de los vivos sin poder descansar, atada al recuerdo en nuestros corazones.

Luego de este comentario ya no hablaron más ese día. Fue un viaje de vuelta a casa tranquilo y silencioso. Otros dieciséis días a la intemperie. Y María lamentaba no haber servido para detener el conflicto, mientras Mario le recordaba cual es su deber en la vida.

En su viaje de regreso, los días se van haciendo cada vez más largos. Queda poco para que el invierno se acabe y comience el verano. Y junto a él, los cultivos de maíz, el fatigante calor y la cruelmente recordada “guerra de las rosas”.

CONTINUARÁ

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