jueves, 30 de junio de 2011

Un pueblo perdido (novela) [8]


VIII. Reencuentro

Ocho hombres y una mujer, vestidos de las formas más sobresalientes, están en la entrada del palacio de Iodas, mirando de forma desafiante. No dicen palabra alguna, solo examinan detenidamente a sus próximas presas. Todos llevan collares adornados con flores doradas idénticas, pero que tienen un sello distintivo, el símbolo de la tribu a la que pertenecen. El collar que Lúcides le quitó a Anastasio llevaba una gota de sangre color caramelo, pero la vendió a un elevado precio en el mercado de Desparta. Es exactamente igual al collar que lleva un personaje que se encontraba en medio de los nueve, destacando por su altura. Lleva en la mano una lanza arrojadiza de punta plana y en el talabarte hay una pequeña espada dorada; de protección, un pequeño escudo triangular adornado con figuras geométricas sin mucho sentido, un casco oxidado, un pectoral excesivamente grueso y las grebas desgastadas. Es de contextura más gruesa que el resto, y posee una larga cabellera rubia. Su tez es un poco más clara que lo normal en la Atlántida, con rasgos faciales distintivos: cabeza más alargada que lo común, ojos pequeños y de tono azulado, quijada de forma cuadrangular, barba prominente y abundante. De seguro es extranjero.

–¡Anastasio! –Exclama Lúcides.
–Jaja, si seguro, Anastasio. Un momento… ¿Anastasio? –Dicen a coro los demás despartanos.
–Veo que aún te acuerdas de mí, Lúcides –Responde el aludido–. También me doy cuenta que tus acompañantes me conocen. ¿Habrá sido alguna historia tuya?
–Maldición, ¿qué haces aquí con los vivos?
–¡Supongo que en ningún lugar me quieren, pues me mandaron inmediatamente de vuelta!

Ante esta conversación, los demás telquines se sienten incómodos. Uno de ellos, un hombre mayor, le dirige preocupado la vista a Anastasio. Le dice indignado:
–¿Qué es esta atmósfera tan amistosa? ¡¿Acaso aún no te das cuenta que son el enemigo?! A Espaménodas no le gustará para nada esto.
–Gregorio, no te preocupes, ¿no ves que es un reencuentro con el que me asesinó la segunda vez?
–¡¿Segunda vez?! Eso es imposible– observa Filiberto, otro telquín.
–Bueno –responde Anastasio–, exactamente no había muerto, sino que fue casi un paseo. Fui capaz de ver arder frente a mí los fuegos del furioso hades, hasta que las manos suaves de una mujer me trajeron de vuelta a este mundo. A ella le debo mi vida. Ella me hizo renacer.
–No te creo nada –dice Filiberto.
–¡Sólo estás presumiendo frente a la bella Auspités! –Dice amargadamente Táspeto, mientras apunta a la única mujer del grupo iodano.
–Yo, en verdad, creo que… bueno, se me hace difícil aceptar algo como eso… pero supongo que te creeré –Lúcides, visiblemente confundido, delibera y balbucea tímidamente estas palabras. Los demás despartanos no pueden salir de su asombro. Solamente Hio, Harío y Kartes, los trillizos, no se preocupan por encontrar alguna explicación a este suceso inusual. Frotan sus manos, riendo despacio y lamiendo las armas manchadas con sangre. Entonces Hio, el mayor, dice:
–Aquellas personas que escapan del Hades deben volver ahí. Pero no te preocupes, ¡pronto te enviaremos de vuelta!
–¡Alto ahí! –exclama Lúcides–, definitivamente tendremos que pelear contra ellos, son nuestros enemigos. Pero, ¿me concederían el favor de combatir con él? Veo que nuestro encuentro aún no ha terminado y quiero acabar con esto hoy. ¿Anastasio, te parece bien? Me he dado cuenta que ahora estás más comunicativo, ¡la vez anterior con suerte dijiste dos frases!
–Es porque ahora soy el anfitrión, ¡por favor, disfruten esta sangrienta visita a nuestra casa! –Bromea sádicamente el iodano.

Estos comentarios no caen bien a todos. Los despartanos se enfurecen y discuten con Lúcides, pero finalmente se quedan en silencio cuando Hexégoras lo ordena y aprueba su petición. En el bando contrario Táspeto alega amargadamente con Anastasio, pero finalmente termina cediendo a la voluntad de este. Gregorio solo le pide que tenga cuidado. Auspités, la mujer que no tiene nada sobresaliente dice cosas sin importancia. Lúcides, al igual que su adversario, saca su espada sin apartar la mirada amenazante al enemigo. Los iodanos toman asiento para ver el espectáculo, mientras los despartanos se quedan de pié, alertas, preocupados que no caiga sobre ellos alguna otra trampa.

Ambos pasan a la acción y tras chocar la espada unas cuantas veces, retroceden y se quedan así, examinándose mutuamente. El sol, en la parte más alta del cielo, indica que es el mediodía de una fría y sangrienta jornada de invierno. Pero las únicas nubes en el cielo son bandadas de pájaros carroñeros, despedazando por todas partes los cadáveres regados por la calle. Nadie más es visto transitando por ellas. De fondo, el sonido lúgubre de unas campanas advierte a toda la ciudad del peligro. Algo se estaba preparando y Mario comienza a impacientarse. De pronto, El rubio iodano alza la voz:

–Lúcides, dime. ¿Por qué peleas?
–Pues es obvio. Para proteger a los demás.
–¡Jaja! ¿Hablas en serio?
–Absolutamente.
–Querido enemigo, debe ser una broma muy aburrida. Ustedes fueron invitados para entran a una ciudad que ni siquiera les ha declarado la guerra, ¿y qué han hecho? ¡Mira a tu alrededor, sólo hay cadáveres! ¡Y ocasionados por ustedes! ¿Me dices que a eso llamas “defender tu ciudad”? ¡¿Acaso crees que soy un pequeñuelo de diez años?! –Lúcides duda por un momento, se deja invadir por su conciencia. “Esto no está para nada bien” piensa. “Anastasio tiene razón, entonces, ¿por qué voy a luchar ahora?”, le pregunta a su interior– Déjame decirte qué es eso de “defender mi ciudad”. ¡Voy a luchar por alejar del filo asesino despartano, y de su codicia cobarde a todas las personas que viven en el templo de Apolo Heliófilo!
–¿Nos llamaste codiciosos y cobardes? ¿Cómo te atreves a tratarnos así?
–Un grupo de mercenarios armados que entran en una ciudad ajena y asesinan a gente desarmada, ¿qué son? ¡Son cobardes por luchar solo con personas que ni siquiera sabe usar la espada! ¡Y codiciosos porque quieren nuestras riquezas!

–¡Bien dicho, Anastasio! –Gritan los iodanos.
–¡Lúcides, no te dejes llevar por sus palabras! ¡Véncelo, no te preocupes por sus invenciones! –Gritan de vuelta los despartanos.
–Lúcides –dice Anastasio–, espero que seas alguien inteligente y te des cuenta que lo que digo es verdad.

El pobre despartano sujeta débilmente su arma. Le tiritan los pies. No es capaz de levantar la cabeza, permanece contemplando el piso. Ahí, un pequeño escarabajo escarlata camina  dificultosamente por entre un grupo de hormigas. Pronto, el escarabajo cae en un agujero: es la entrada al hogar de las hormigas. Inmediatamente se abalanzan todas a atacar al intruso que lucha fieramente, pero al final termina cediendo ante la gran cantidad de ellas que están sobre su frágil caparazón, sin poder moverse. Lúcides se sentía igual que ese escarabajo; la única diferencia era que él sí sabía que había entrado a un hogar ajeno para asesinar a sus ocupantes. Había perdido toda voluntad de pelear. Pero de pronto una débil voz se escucha desde el bando despartano:

–Maestro, ¿es que acaso
No te has percatado,
Que solo intentamos
No morir en vano?
La respuesta es simple:
El que mata vive.

En Lúcides, algo se encendió. “¡Mario! Mi alumno preferido, ¡Qué impresión te estoy dando!” pensaba. Tenía razón. Al principio habían venido aquí con la intención de acabar con la guerra, pero debido a las circunstancias, no pudieron detenerla, ¿qué más nos queda? ¡Guerra! Ambos bandos saben que eso ocurrirá, y ya cualquier cosa entonces sería razonable. “Por miedo a los enemigos, quisimos dar el primer golpe antes que nos lo dieran a nosotros en nuestra propia ciudad”. ¡Sí! ¡Eso era! Ya tenía la respuesta, ahora solo debía decírsela a su enemigo, levantarse y luchar. Pero antes de poder abrir sus labios, Anastasio le cuenta:

–Yo no nací en Iodas. En realidad no tengo idea de dónde nací. Solo recuerdo que en mi infancia solía viajar mucho con mi padre, desde que tengo memoria. A mi madre nunca la conocí; pero mi padre, él… él me odiaba. Un día que me encontraba en Iodas, antes de cumplir seis años, me puse a jugar con otros niños despreocupadamente. Cuando me caí, lastimándome la rodilla, no pude contenerme el correr llorando hacia mi padre. Pero no tardé en darme cuenta que no tenía ningún lugar adonde ir. Me había abandonado. Solitario y con hambre, pronto me uní a un grupo de pequeños huérfanos. Solíamos hurtar en los mercados todos los días para poder comer, pero los demás ansiosos, cuando se daban cuenta de nuestros delitos nos perseguían y, cuando eran capaces de alcanzarnos, repartían palizas que nos dejaban medio muertos. Era un castigo ejemplar, pero no podíamos dejar de robar. ¿Sabes por qué lo seguíamos haciendo? –Lúcides mueve la cabeza horizontalmente, mirando siempre al piso – ¡¿Acaso no es obvio?! ¡Es porque necesitábamos comer!

–¡Mientes! Tú eres un telquín, es imposible que me estés contando la verdad…
–Idiota, no sabes nada y aún así opinas de la vida de otros. Qué lamentable. ¿Quieres saber cómo me convertí en telquín? –Lúcides levanta la cabeza– Con el paso de los años me volví un ladrón experto. Con movimientos rápidos podía hurtar fácilmente lo que quería, y si alguien se daba cuenta, corría tan velozmente que nadie era capaz de alcanzarme. Tantos fracasos habían forjado en mí un carácter frío, y tantas palizas habían endurecido mi cuerpo. A la edad de catorce años ya era famoso. ¡Famoso por ser un ladrón! Tanto, que mi nombre llegó a oídos de un heliadae: Espaménodas, líder de la tribu de la sangre. ¿Qué crees que me hicieron?
–¿Intentaron castigarte?
–¡Exacto! Pensaron que era un peligro y mandaron a un mercenario de la tribu para que me diera muerte. Leutrión se llamaba, y era más o menos de la misma edad que mi padre cuando me abandonó. Yo estaba arrancando con un buen botín cuando me crucé con él. Me dijo: “Te voy a matar” con una cara serena. No me extrañó, ya varias veces me habían dicho lo mismo temibles asesinos y caza recompensas, pero siempre había logrado zafar con vida. Salí corriendo inmediatamente, seguro de perderlo pronto de vista, como en todas las demás ocasiones. Pero hoy era distinto, me perseguía frenéticamente a la misma velocidad. No me lo podía creer, yo aseguraba ser el más veloz de la ciudad, pero él me igualaba fácilmente y de a poco iba acortando distancias. “¡¿Por qué me sigues?!” grité, y él solo respondió tranquilamente: “para matarte”. Verdaderamente tuve miedo. No quería morir todavía. Mi cabeza estaba confundida. Pero el pensar mucho, dudando, fue un error mortal. Sin darme cuenta, llegué a un lugar del cuál no podía salir. Estaba encerrado y con miedo. Leutrión me había arrinconado; sonrió y sacó la espada. Desarmado, se me hizo difícil esquivar todos sus golpes, pero lo estaba haciendo bien, parecía que podría vivir. Pronto perdí el miedo y le dije: “¿eso es todo lo que tienes?”, y él me respondió, mientras guardaba la espada: “¿te parece si luchamos a puño limpio”? Acepté confiado y comenzamos a pelear. Cada uno de mis golpes no le hacía el menor daño, mientras yo apenas era capaz de resistir los suyos. Pero íbamos parejos, hasta que en un descuido mío me propinó una patada que me lanzó lejos, y antes de poder reponerme, ya tenía sus brazos alrededor de mi cuello. Ya no pude decir nada y cerré mis ojos, despidiéndome del mundo. Cuando desperté me encontraba acostado en una cama solitaria dentro de un cuarto desconocido. Lúcides, ¿por qué crees que me perdonó la vida?
–N-No lo sé –responde conmovido el despartano, interesándose cada vez más en la historia de su enemigo. El cielo se oscurece con las nubes que de a poco van llegando para ocultar al sol.
–¡No eres bueno adivinando! Leutrión en realidad sí me asesinó, esa fue la primera vez que pude ver las llamas del inframundo. Pero volví muy pronto, solo alcancé a estar unos pocos minutos allá. Como mi cuerpo estaba muy dañado y agotado, no me desperté enseguida. Leutrión llevó mi cuerpo sobre su hombro para mostrarle a Espaménodas que había cumplido su labor. Pero en medio del camino se detuvo a tomar un descanso, y ahí fue cuando al bajarme de su hombro, se dio cuenta: ¡yo respiraba! Verdaderamente creo que fue un milagro que haya revivido, o quizás es que mi nombre es un regalo de mi madre; significa “el resucitado”. Pero de todas formas estaba vivo, así que ese hombre decidió llevarme a su casa. Lúcides, ¿crees que hizo eso solo de compasión? ¿O es que por alguna otra razón decidió dejarme vivo?
–Quizás vio en ti cualidades para ser un mercenario: veloz, ágil, de buena salud.
–¡Exacto, mi querido enemigo! Leutrión era en realidad el antiguo telquín de mi tribu. Se había maravillado con mi velocidad mientras me perseguía, y le había costado vencerme en combate, por lo que decidió adoptarme como su hijo. Era un hombre que nunca se había casado. Pero no por eso no tenía otros retoños: Éramos cinco hermanos, todos adoptados por ese hombre bondadoso. Yo siempre lo aprecié, era un gran mercenario, sabio y generoso. Tenía un objetivo: rescatar a todos los pequeños bandidos que llevaban una vida similar a la mía. Creó en el templo de Apolo Heliófilo, un hogar destinado a dar vivienda a todos los niños que, según él creía, se convertirían algún día en buenos hombres. Y el templo ha cumplido bien con esa labor. Yo era el favorito de Leutrión, quien nos adiestraba a los cinco hermanos, con la meta común de que alguno llegara a ser el próximo telquín de la tribu –Anastasio ríe–. Siempre me decía que yo tenía las posibilidades más altas de serlo, y por eso me sentía orgulloso.
–¿Entonces él buscaba un sucesor en ustedes?
–Exacto –responde ya un poco apenado Anastasio–. Cuando cumplí veinte años y me convertí oficialmente en un mercenario de Iodas, él me nombró su sucesor. Mis demás hermanos me envidiaron desde entonces. Al próximo año fuimos los cinco contratados para una guerra en un país lejano. Ocurre que un día nuestra división, que se encontraba separada del resto del ejército, fue rodeada por el enemigo. Estábamos aislados y no podíamos escapar, así que me encomendaron una difícil labor: escapar por la noche, sigiloso, veloz y sin ser notado, a través de las carpas de los contrarios que nos habían rodeado, con el objetivo de pedir ayuda a nuestro ejército, que no sabía nada de nosotros. Pero mis hermanos envidiosos de que toda la gloria me la llevara yo, protestaron hasta que se optó por enviarlos a ellos cuatro a realizar la misión. En la noche partieron, cubiertos por el silencio de la oscuridad y fueron descubiertos. Nunca supe qué ocurrió con ellos, pero yo pude salir con vida luego de una victoria épica, en la cual mi nombre se hizo famoso: la batalla de trafal-sur, localidad cercana a la ciudad de Tsu, en la región de Ástica.
–Les pasó por envidiosos.
–¡Claro! Pero mi padre adoptivo nunca pudo reponerse de la pérdida, y en la próxima misión en la que participó, con la mente nublada en llantos y delirios, fue herido mortalmente por una flecha extraviada que le atravesó la nuca. Su muerte me afectó mucho; el que me hayan nombrado como heliadae de la tribu de la sangre fue un triste consuelo. Leutrión me cuidó y me dio todo lo que tengo: la reputación, el sustento, la satisfacción de ser parte de una familia, ¡Y una nacionalidad, una patria! Le debo toda una vida de gratitud; Así, prometí proteger siempre lo que Leutrión había amado: el templo de Apolo Heliófilo está bajo mi protección y cuidado. Ahí, a los niños pobres que tengan potencial de buen mercenario, los cuidamos y les enseñamos distintos oficios –entre ellos la guerra– útiles  a nuestra tribu y la ciudad. Por eso lucho, para proteger todo esto. –Anastasio suspira– ¿Sabes? Si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias podríamos haber sido buenos amigos. Pero, el destino quiso que en todos nuestros encuentros fuésemos enemigos. Así que dime, querido enemigo: ¿por qué luchas tú?

Lúcides se entristece, encuentra inapropiada la respuesta que le iba a dar. Su enemigo lucha por causas justas; Lúcides lucha por causar sufrimiento a los demás. No puede hacerlo, no puede levantar el brazo sin romper la promesa que le hizo a su padre.

El cielo gris de pronto comienza a abrir sus puertas para que caiga el agua. El viento silba suavemente, jugueteando a través de las calles vacías. Por todas partes se escucha el sonido de la tierra, quejándose por el golpe de las gotas que caen desde muy alto. 


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